Como todo hedonista, Barroeta concebía su cuerpo como parte de un orden superior en el que comulgaba con el amor con esa disposición mística de quien consagra las primicias. No es caprichoso que se reconozca como un ser «díscolo y entregado al vino», declamador de tascas, y al mismo tiempo en el «desposado de canaán», es decir, no aquel que obra el milagro, sino aquel que lo goza, extramuros del orden del mundo, de la realidad inmediata. En la realidad del poeta, la del que busca su yo y su otro en los muelles de Nueva York y en la del Odiseo cuya vida está escrita en el fondo del mar.
Le conocí en las Gunyolas, en casa de Paco y Olga, nuestros editores de Candaya. Hablamos, como seguramente hablaban los rapsodas, ante el fuego. Lo hicimos bebiendo vino y embriagados por el aroma de un cordero que se hacía como una ofrenda; hablamos para conocernos.
Ahora que recuerdo a Pepe Barroeta me vienen a la memoria golpes de color, el ocre de las viñas y el añil del cielo, y no sé de verdad si, según dice uno de sus versos, «siguió la tradición de morir / o aún espera». No sé tampoco cómo vivió Pepe Barroeta aquel momento que compartimos junto al fuego, pero sí se que yo lo viví, como un gaucho que hablaba con Homero.
Ahora que recuerdo a Pepe Barroeta me vienen a la memoria golpes de color, el ocre de las viñas y el añil del cielo, y no sé de verdad si, según dice uno de sus versos, «siguió la tradición de morir / o aún espera». No sé tampoco cómo vivió Pepe Barroeta aquel momento que compartimos junto al fuego, pero sí se que yo lo viví, como un gaucho que hablaba con Homero.
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