sábado, 6 de junio de 2020

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD



Al parecer fueron Platón y Aristóteles los primeros en reflexionar sobre la noción de  libertad y desde entonces los filósofos no han dejado de hacerlo dejando tras sí dos concepciones fundamentales. Una de ellas entiende la libertad como un derecho natural del ser humano y la otra como una forma de no dominación, de acuerdo con la cual una comunidad puede regirse sin interferencias de otras comunidades y en cuyo seno los individuos obran acordes con leyes propias.
La primera es la que sustenta la tradición liberal, que al interpretar la libertad como un derecho natural del individuo sostiene que no cabe poner interferencias a su voluntad, de modo que las leyes deben favorecer tal voluntad. Por su parte, la libertad de cuño republicano parte de la idea de no dominación de unos individuos sobre otros, lo que viene a significar que la libertad individual no existe en sí misma sino como expresión de la libertad colectiva considerada como un todo.
Ahora bien, desde la Revolución industrial del siglo XVIII, cuyos correlatos políticos fueron las Revoluciones estadounidense y francesa, acabó imponiéndose la concepción liberal como sostén ideológico del capitalismo. Por este camino se adoptaron principios del darwinismo social que acepta las desigualdades sociales o el racismo para justificar el expansionismo, primero colonial y luego imperialista. Es así que, en el contexto contemporáneo dominado por la corriente liberal, la libertad política se plantea a partir de la espacialidad determinada por el desarrollo económico y la hegemonía cultural y política de una clase o de un Estado en detrimento de las virtudes cívicas y de la justicia, las cuales son convertidas en mecanismos para incrementar los beneficios de las grandes corporaciones o de los llamados “mercados”. Este vaciamiento de las virtudes ciudadanas –amor al semejante, a la patria, respeto a las leyes- está orientado a crear  un sistema de prácticas morales más adecuado a la moderna sociedad mercantil. Desde esta perspectiva se observa cómo los derechos individuales, entre ellos los de expresión u opinión, se degradan progresivamente minusvalorando otras virtudes, como la prudencia, la responsabilidad, el respeto al otro.
Si a mediados del siglo pasado, la sociedad de control –concepto acuñado por Michel Foucault- se valía para los propósitos del poder de los medios de comunicación de masas utilizando lo que los filósofos de la Escuela de Frankfurt llamaban “razón instrumental”, piedra angular de lo que acabaría por llamarse “pos verdad”, entrado el siglo XXI, sumó a sus herramientas instrumentales a millones de individuos, especialmente a través de las redes sociales, que creen estar haciéndose oír y valer sus “derechos naturales”.
En este marco de alienación individual, desorden social, banalización del saber y desconocimiento del valor de la comunidad como grupo humano, la razón y el pensamiento reflexivo han perdido terreno frente al subjetivismo, la relatividad y, especialmente, la ignorancia. Sobre estos pilares, las “percepciones” se anteponen a las experiencias científicas y a las evidencias biológicas y geográficas. Desde tales “percepciones” se niegan la degradación del clima y de los ecosistemas naturales, e incluso la esfericidad de la Tierra o se afirma que los sexos del ser humano son “construcciones culturales”. 
Cualquiera, sin más saber que el procedente de su “percepción”, opina, poniéndose por encima o a la altura de los especialistas,  sobre cualquier materia o asunto, sean éstos de  física cuántica, medicina, fútbol, y hasta sobre la lengua que hablamos procurando “nuevos lenguajes” que enuncien y representen las particularidades y las realidades percibidas. Así, sin pudor, rigor ni responsabilidad, opiniones que no deberían trascender los límites de una charla privada o discusión de bar son elevadas a la categoría pública provocando réplicas dañinas que, al mismo tiempo que degradan los derechos individuales, corrompen la libertad y socavan los cimientos éticos de nuestra civilización también, en casos como el de la pandemia del Covi19, ponen en peligro la vida de millones de personas.
Por todo esto es fundamental que la persona libre desarrolle su lucidez y su inteligencia crítica y se haga preguntas simples, propias de una mente libre, capaces de apartar de su pensamiento la charlatanería de los irresponsables; preguntas que la rescaten de las sombras y devuelvan la comunidad a la luz.


[Artículo publicado en El Corredor Mediterráneo del 15/04/2020]

martes, 26 de mayo de 2020

LA GUERRA INVISIBLE

                                                                                        a Pablo

La voz del chico recorrió el espacio, pero no llegó a los oídos del hombre que, sentado en la arena, abraza­do a sus piernas, miraba absorto la quietud horizontal del mar. El chico volvió a gritar pero antes de que la voz llegara al hombre la misma brisa que venía del Me­diterráneo y movía de un lado a otro las páginas del libro que el hombre tenía a su lado disolvía los sonidos del mismo modo que disuelve los puñados de arena arrojados al aire. De pronto, la brisa pareció detenerse un instante y el hombre y el chico ocuparon un lugar más real en la playa.
—¡Eh, abuelo! ¿Qué haces? –preguntó el chico llegando junto al hombre, con la voz entrecortada por la carrera.
—Nada –respondió el hombre.
De cerca no era tan viejo como podría suponerse.
Al parecer aquél era un tiempo en que las generaciones se sucedían con mayor rapidez que en éste.
—¿Dormías o acaso mirabas el mar?
—Soñaba –contestó él.
El chico buscó con sus ojos los del hombre, pero éstos siguieron sumidos en el oleaje sumergido de los sueños y las miradas no se encontraron allí.
—¿Y era lindo el sueño? –quiso saber el chico.
—Este mar es tan tranquilo, tan dulce...
—Bueno, a veces sí y a veces no –comentó el niño–. Claro que tú conoces el océano, ¿verdad, abuelo?
El hombre arrugó su rostro en una mueca indes­criptible y abrió las rodillas para que el chico se metiera entre sus piernas. Éste se acurrucó y ambos enfrentaron el mar, cuyo oleaje se estiraba perezosamente por la arena para luego volver a su impasibilidad de siglos.
—Sí. Es inmenso y violento, digo el océano, y sus olas, cuando llegan a la playa, son tan grandes y pode­rosas que, si te descuidas, te arrojan a la arena y des­pués te arrastran mar adentro.
—¿Y tú te viniste porque el océano es malo?
Antes de responder el hombre acarició el pelo de su nieto, quien había vuelto su rostro hacia él para que la pregunta no se confundiera con el rumor de la marea.
—No, no fue por el océano, sino por la guerra.
—Nunca me contaste nada de esa guerra, abuelo.
A la hora del ocaso el Mediterráneo se torna gris y un tenue vapor asciende buscando cobijo en la bruma. Es como si la líquida inmensidad, ante la noche próxi­ma, sintiera un repentino pudor y quisiera evitar a los ojos humanos la visión de los innúmeros sueños y naufragios que habitan sus profundidades.
—Fue una guerra miserable, como todas las gue­rras. Pero además fue extraña, porque nadie la vio o dijo verla de verdad.
—¿Quieres decir que nunca viste los cañones, ni los tanques, ni los misiles...?
—Sí, eso quiero decir.
Una gaviota los sobrevoló por unos instantes y des­pués continuó su vuelo por encima de las dunas. La brisa se hizo fresca y el chico creyó percibir un ligero temblor en el cuerpo de su abuelo. También su nom­bre pronunciado a la distancia.
—Entonces fue una guerra invisible, ¿eh, abuelo?
—Fue una guerra extraña –repitió–. Durante el día la gente andaba por las calles como si nada pasara, aunque procuraba llegar temprano a casa y no hablar con el vecino. Nadie mencionaba la guerra, nadie sabía qué estaba sucediendo, salvo que por la noche se oían los estruendos de las bombas y el chillido desagradable de las sirenas y que por las mañanas comprobábamos que alguien faltaba. Pero de algún modo el miedo se complicaba con el silencio y nadie hablaba.
—¿Tampoco veían los aviones?
—No. Ya te digo, fue una guerra muy extraña, tanto que al Gobierno se le ocurrió pensar que el enemigo se escondía entre los textos y mandó a los soldados que rastrillaran la ciudad e incinerasen todos los libros que hallaran.
—Fue cuando te dio miedo y te viniste.
La cola de la marea lamió los pies del hombre y éste los encogió. La vasta superficie del Mediterráneo había desaparecido envuelta en una niebla gris, pesada, noc­turnal. En la playa ya no se oían risa ni grito algunos y las ondas de la última llamada materna hacía mucho rato que se habían disuelto en el vacío. Sólo el ladrido de un perro adelantándose a su dueño cruzaba por ese instante.
—No fue exactamente así –contestó el hombre incorporándose–. Un día, cómo decírtelo, mi existencia quedó en suspenso, indecisa, entre el fuego y la im­prenta, y el hombre que había empezado la obra temió por sus papeles. Así fue como nos metió en una maleta y, al cabo de un tiempo, una mañana de sol, nos conti­nuó frente a este mar, que ahora miramos pensando en el otro.
—Pero yo nací aquí –advirtió el chico.
En ese instante la marea avanzó sobre la playa con un estrépito de páginas y sucedió la noche.
El hombre, que hasta entonces, abstraído, soñaba mirando el mar, recogió el libro y se marchó.