Ante un escaparate de
lámparas lo sorprendió una luz nacida hacía treinta y siete millones de
cuantos. Incapaz de resistirse a su atracción recorrió el vasto camino de
fotones hasta el desfiladero de Venus y allí abandonó la nave a la inercia de
la caricia que se desliza por un tiempo embargado por la quietud que retarda
hasta el propio acezar. Fue así como el argomante cruzó la puerta sagrada de
Aldebarán, se adentró en la constelación de Tauro y desnudó la celeste nebulosa
del Cangrejo que, al abrirse a sus ojos, le mostró la hermosa curvatura de los
hombros y la suave esfericidad de los pechos de su amada adelantándose hacia él
como dos palomas cuánticas, que, en el íntimo cosmos de la ducha, definirían el
abrazo según la constante de Plank.
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