Había
recorrido unos cien metros, eso creyó, cuando de pronto, a un costado del
camino, dio con una pequeña y, al parecer, abandonada estación de tren. En el
frontis ondeaban las hilachas de una bandera desteñida, bajo cuyo mástil
colgaba un enorme retrato del caudillo muerto honrado con flores de plástico.
El perro gimió al ver un pozo de agua y él afirmó la bicicleta en el tronco de
una morera.
Después
de sacar agua del pozo y de beber él y su perro, Manuel T. buscó la sombra de
la morera, se sentó apoyando su espalda en el tronco y compartió con el perro
los restos de comida que le quedaban reservándose las frutas. Entre las ramas
del árbol, algunos pájaros descansaban y picoteaban los frutos, que al caer
amorataban el suelo, y los gusanos, preparando también ellos el ritual de la
muda, devoraban las hojas que apenas si dejaban pasar medallones de luz dentro
del círculo umbrío.
Más
allá, el sol blanqueaba los campos y cortas ráfagas de aire, tal vez agitaciones
agónicas del derrumbe, aliviaban el calor y levantaban remolinos de polvo que
cruzaban el patio y morían antes de llegar a la carretera. Un soterrado susurro
de insectos acotaba el silencio mayor de la siesta y T., conmovido y agotado
por la experiencia vivida, se dejó llevar por el rítmico acezar del perro y por
el vuelo de los abejorros que rubricaban su somnolencia. Medio adormilado vio arrastrarse
hacia él dos serpientes albinas, tal vez las mismas que días antes había
sorprendido en la cópula, pero no se movió. Tampoco el perro hizo nada por
ahuyentarlas. Sin atreverse a mirarlas, T. dejó que subieran por él, le
rodearan el cuello y metieran sus lenguas bífidas en los oídos. Por un momento
impreciso en su duración, sintió que su cuerpo callaba y que la respiración de
los reptiles se deslizaba por ese silencio abierto en su cuerpo como una larva
luminosa de sonido. Una nota original que alumbraba el universo en su interior.
Parpadeó.
Las serpientes se perdían en la maleza. T. parpadeó y se hubiera convencido de que
lo ocurrido con ellas era sólo imaginación, de no ser porque ahora tenía la
sensación de entender el sentido de aquel febril tráfico sonoro que brotaba de
la naturaleza. Un sentido hasta entonces borroso, pero que, desde que
emprendiera viaje, cada día se le hacía más nítido y comprensible y le infundía
ese ingenuo entusiasmo con que el niño aprende y repite las sílabas básicas del
hablar. Quizás por esto, cuando despertó o creyó despertar, se sorprendió no de
la ausencia de las serpientes sino de los sonidos que él emitía, familiares a
los oídos, pero extraños a su glotis. En ese momento, latió en su espalda el
callado curso de la savia del árbol, una pareja de gorriones dejó de picotear
la tierra y se posó en sus rodillas, un escarabajo subió hasta el empeine de su
zapato y allí se quedó, y una mariposa aleteó en el hocico del perro, cuyo
gruñido le fue inteligible.
T.,
perplejo, no supo discernir si lo que percibía era suceso o delirio. Algo en él
se resistía a aceptar una realidad nueva que tensaba su cuerpo con innúmeros
códigos amenazando, creía, su cordura. Pero a su vez, si su propósito era
regresar a su hogar, T. sabía, lo estaba sabiendo, que no podía negarse a esas
realidades tramadas con signos distintos al de las palabras. Debía reconocerlas
aunque al estar más allá de las palabras fuesen menos realidades que la
realidad que podemos decir, se dijo. El latido de la savia del árbol, el vuelo
de los gorriones y el de la mariposa, la carrera del escarabajo son signos de
una realidad que el lenguaje no puede enunciar sin desvirtuarla. Las palabras
no pueden expresar la genuina realidad de la morera, que seguirá inmutable en
su inmovilidad de árbol, aunque el viento sacuda sus ramas, las aves coman sus
frutos y los gusanos sus hojas o el agua y los minerales no alcancen sus raíces
y nutran su savia. Pero que las palabras sucumban ante esas realidades no
quiere decir que éstas sean inaccesibles. Él, Manuel T., había hablado la lengua de las cosas. Al no
hablar de sí mismo, como lo hubiera hecho con las palabras, sino en sí mismo,
como lo hacen las cosas en su quietud, en su mutismo, en su constancia de ser
ante la luz, había penetrado por un instante en la realidad de ellas.
Manuel
T. bajó los párpados como si meditara y deseó aprender de la inmovilidad de la
morera el secreto de ser árbol y sentir en sus pies la agitación de la tierra,
sentir, como él, el árbol, siente los arrebatos del viento, el oleaje de la
luz, el pálpito de la oscuridad. Pero algo lo contuvo. Aunque el final del
camino fuese una trampa, como lo comprobará cuando ya sea tarde para desandarlo
si hubiese querido, T. no podía dejarse seducir por la inmovilidad de lo no
dicho. Debía recorrer el camino hasta el final, llegar a su patria, construir
su casa, arar la tierra y sembrar. Otra vez sembrar.
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