lunes, 9 de junio de 2014

MÁS ALLÁ DE LOS DÍAS [fragmento]

Había recorrido unos cien metros, eso creyó, cuando de pronto, a un costado del camino, dio con una pequeña y, al parecer, abandonada estación de tren. En el frontis ondeaban las hilachas de una bandera desteñida, bajo cuyo mástil colgaba un enorme retrato del caudillo muerto honrado con flores de plástico. El perro gimió al ver un pozo de agua y él afirmó la bicicleta en el tronco de una morera.
Después de sacar agua del pozo y de beber él y su perro, Manuel T. buscó la sombra de la morera, se sentó apoyando su espalda en el tronco y compartió con el perro los restos de comida que le quedaban reservándose las frutas. Entre las ramas del árbol, algunos pájaros descansaban y picoteaban los frutos, que al caer amorataban el suelo, y los gusanos, preparando también ellos el ritual de la muda, devoraban las hojas que apenas si dejaban pasar medallones de luz dentro del círculo umbrío.
Más allá, el sol blanqueaba los campos y cortas ráfagas de aire, tal vez agitaciones agónicas del derrumbe, aliviaban el calor y levantaban remolinos de polvo que cruzaban el patio y morían antes de llegar a la carretera. Un soterrado susurro de insectos acotaba el silencio mayor de la siesta y T., conmovido y agotado por la experiencia vivida, se dejó llevar por el rítmico acezar del perro y por el vuelo de los abejorros que rubricaban su somnolencia. Medio adormilado vio arrastrarse hacia él dos serpientes albinas, tal vez las mismas que días antes había sorprendido en la cópula, pero no se movió. Tampoco el perro hizo nada por ahuyentarlas. Sin atreverse a mirarlas, T. dejó que subieran por él, le rodearan el cuello y metieran sus lenguas bífidas en los oídos. Por un momento impreciso en su duración, sintió que su cuerpo callaba y que la respiración de los reptiles se deslizaba por ese silencio abierto en su cuerpo como una larva luminosa de sonido. Una nota original que alumbraba el universo en su interior.
Parpadeó. Las serpientes se perdían en la maleza. T. parpadeó y se hubiera convencido de que lo ocurrido con ellas era sólo imaginación, de no ser porque ahora tenía la sensación de entender el sentido de aquel febril tráfico sonoro que brotaba de la naturaleza. Un sentido hasta entonces borroso, pero que, desde que emprendiera viaje, cada día se le hacía más nítido y comprensible y le infundía ese ingenuo entusiasmo con que el niño aprende y repite las sílabas básicas del hablar. Quizás por esto, cuando despertó o creyó despertar, se sorprendió no de la ausencia de las serpientes sino de los sonidos que él emitía, familiares a los oídos, pero extraños a su glotis. En ese momento, latió en su espalda el callado curso de la savia del árbol, una pareja de gorriones dejó de picotear la tierra y se posó en sus rodillas, un escarabajo subió hasta el empeine de su zapato y allí se quedó, y una mariposa aleteó en el hocico del perro, cuyo gruñido le fue inteligible. 
T., perplejo, no supo discernir si lo que percibía era suceso o delirio. Algo en él se resistía a aceptar una realidad nueva que tensaba su cuerpo con innúmeros códigos amenazando, creía, su cordura. Pero a su vez, si su propósito era regresar a su hogar, T. sabía, lo estaba sabiendo, que no podía negarse a esas realidades tramadas con signos distintos al de las palabras. Debía reconocerlas aunque al estar más allá de las palabras fuesen menos realidades que la realidad que podemos decir, se dijo. El latido de la savia del árbol, el vuelo de los gorriones y el de la mariposa, la carrera del escarabajo son signos de una realidad que el lenguaje no puede enunciar sin desvirtuarla. Las palabras no pueden expresar la genuina realidad de la morera, que seguirá inmutable en su inmovilidad de árbol, aunque el viento sacuda sus ramas, las aves coman sus frutos y los gusanos sus hojas o el agua y los minerales no alcancen sus raíces y nutran su savia. Pero que las palabras sucumban ante esas realidades no quiere decir que éstas sean inaccesibles. Él, Manuel T., había hablado la lengua de las cosas. Al no hablar de sí mismo, como lo hubiera hecho con las palabras, sino en sí mismo, como lo hacen las cosas en su quietud, en su mutismo, en su constancia de ser ante la luz, había penetrado por un instante en la realidad de ellas.
Manuel T. bajó los párpados como si meditara y deseó aprender de la inmovilidad de la morera el secreto de ser árbol y sentir en sus pies la agitación de la tierra, sentir, como él, el árbol, siente los arrebatos del viento, el oleaje de la luz, el pálpito de la oscuridad. Pero algo lo contuvo. Aunque el final del camino fuese una trampa, como lo comprobará cuando ya sea tarde para desandarlo si hubiese querido, T. no podía dejarse seducir por la inmovilidad de lo no dicho. Debía recorrer el camino hasta el final, llegar a su patria, construir su casa, arar la tierra y sembrar. Otra vez sembrar.

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