Cuando
Odiseo regresó a Ítaca se adentró en el jardín de su madre para alejarse del
farfullo del mundo y del fragor del tiempo.
La verdad es un misterio de muchas voces, se
dice el errante, acaso recordando las que oyó en el desfiladero de las sirenas.
"Quizás,
se dice Odiseo, la flor ignora el sentido de su belleza del mismo modo que yo
desconozco la razón última del viaje".
Sentado bajo la pérgola de rosa silvestre y
glicinias, Odiseo piensa que el cielo no es ajeno al alma y -tal vez
recordando a Náusica-, que el deseo es esa nube que presiente fuera de la visión.
Quien no ha aprendido a mirar siempre verá
sombras.
Algunos seres luminosos agotan su luz y, con un
destello de vida que ilumina un poema, se desvanecen dejando, como una estrella
muerta, un agujero negro en el alma del poeta o donde quiera que palpite su
corazón.
El lenguaje es un artificio humano para hacer
posible la soberanía del hombre en el mundo, pero como tal artificio no salva
el abismo de lo nombrado. ¿Cómo nombrar la flor –se pregunta Odiseo- sin sentir
la incertidumbre de lo inabarcable?
La palabra es como una cebolla en flor cuyo bulbo guarda en
sus capas las muchas historias de su vida.
A veces necesitamos de las sombras vivas para atenuar la
violencia de la luz.
Aunque guarde la semilla en su cáliz, el esplendor y la
belleza de la flor son gozos del presente.
Todos somos imperfectos, pero lo que nos desgarra no es la
imperfección, sino la angustia.
A veces el silencio es el verde que da sentido a la chispa de
color de una flor.
La belleza de la flor y la nobleza del árbol
alivian en el corazón de Odiseo el latido de furia de los dioses y el dolor del
naufragio.
Más allá del jardín, el mar persiste. Las olas
batiendo contra los acantilados. La espuma extendiéndose sobre la playa. El
rumor de la memoria.
Más allá de la flor, en la mirada de Odiseo,
gente labrando la tierra, un pájaro, islas que quedan atrás mientras navega,
paisajes que nunca conocerá.
¿Y si el nombre de la muchacha que extraña no
fuese Náusica -se pregunta Odiseo- sino el de esa gota que deja el llanto de la
noche?
Mirando el nacimiento
de la flor, Odiseo comprende que es el deseo de ser lo que da vida a la planta.
Quizás no fue la ira
de Poseidón sino su hálito, el tiempo, lo que trastornó el viaje e hizo
imposible el retorno. El instante de la flor.
Lo que destruye la
belleza no es la ira de los dioses ni la furia de la naturaleza-se dice Odiseo-
es la estupidez de los hombres.
Mas, la belleza es la
savia que alimenta el mundo y el principio de todo renacer. La vida que resiste
a la violencia.
La flor, en su
insistencia, no atiende a la amenaza de los cielos. Así, el errante, continúa su
camino tras la tormenta.
Así como en el
desfiladero de las sirenas el mástil al que estuvo sujeto grabó en su espalda
las notas de una música inaudible para los mortales, en las playas de los
feacios el amor de Nausica salvó a Odiseo del naufragio de la vejez.
La mirada rescata al
girasol de la violencia y su alegría solar ilumina el corazón del náufrago.
Más allá del cielo,
el mar. El rumor del tiempo en la memoria. Las naves que la surcan.
La flor trae las
fragancias de la isla de los feacios; las risas de la juventud. El rocío de
otro tiempo.
La entrega de la flor no es efímera para quien
la recibe, se dice el errante evocando las caricias de Circe, de Calypso y de
Náusica. Ah, Náusica, suspira, él tan astuto en ardides y en escapar a las emboscadas
de los dioses, al final sucumbió para siempre a los dones y espinas de la
juventud.
Destruidas sus naves, la materia de las
palabras que lo hicieron, a Odiseo no le quedan más bienes que las fragancias
del jardín.
Atado al mástil de lo vivido, con la mirada
extraviada en el laberinto de luces y sombras del jardín, Odiseo se entrega al
recuerdo de aquella que con sus pies tañía el instrumento que los dioses
grabaron en su espalda y a sus oídos le llegan las notas secretas del mar, esa
música que ni siquiera la furia líquida de Poseidón puede ahogar.
Una
huella. Una cicatriz, tal vez mañana.
Los
dioses son y están. La inmovilidad los hace insensibles. La curiosidad y la
voluntad humanas los enfurece.
Odisea.
Las aventuras y desventuras de su «ανανκη » (ananké) son
prefiguraciones de su nombre.
En
la memoria, el batir del tiempo contra los farallones; en la piel de su espalda
las venas del árbol, el pentagrama arrebatado a los dioses.
Y
en su mente, la rueda de la fortuna, la sombra de una flor. La fragancia de la
lluvia. El preludio del trueno.
Quizás
Odiseo no naufragó en la isla de los feacios; quizás Náusica sólo fue una voz
entreoída en el desfiladero de las sirenas. Una risa joven que le devolvió por
un instante el gozo de una patria por
siempre perdida.
Al entrar en el solsticio y celebrar el paso
sutil del tiempo, Odiseo oye una vez más en su cuerpo el sonido de las voces
amadas, las presentes y las idas de amigos, camaradas y familiares que habitan
en su corazón, y se entrega con ellas a la dulce
celebración de la vida. Por eso, para todos aquellos que viven con él en el
jardín y para quienes habitan fuera de él, les desea un feliz año 2014.
Como él, sujeto al mástil de su nave, la flor
necesita de su tallo y de sus espinas, para crecer en la fronda y oír las voces
del viento entre las ramas.
Perdidas mis naves ¿Quién soy?
Ahora, en el jardín, oliendo la fragancia de la
flor, Odiseo acaba de comprender que la experiencia del espíritu es siempre en
carne viva.
La flor es el útero de la semilla.
La belleza es entrega y gozo. Sin libación de
la flor no existiría la miel.
El laberinto. Reflejos de lo oculto. Odiseo
recordó que Teseo, tras matar con su puño al Minotauro miró horrorizado al
monstruo y huyó. Durante días vagó mareado por galerías de luces y sombras
hasta que salió a la luz. En su frente lucía la huella morada de un puño.
Más allá del jardín, tropillas de caballos
blancos cruzan la llanura. Más allá del jardín, el mar y sus voces.
Los pasos del errante, como las naves, dejan
tras de sí una estela de recuerdos que se pierden en el océano. Sólo la
escritura nos salva del olvido.
No -se dice- no es posible escribir sin
presentir la dimensión del silencio, sin comprender que somos tañido original
que vibra en la carne.
La flor es presente de la raíz que se resiste
al olvido, por eso contiene la semilla. Si no fuésemos carne que siente la
ausencia, quizás no seríamos distintos a la flor.
Sobre la tierra del jardín, Odiseo intenta
trazar el mapa de las islas y nubes que
ha visto, mas la realidad se le escurre. Entre lo vivido y su narración hay
pérdidas que la memoria apenas disimula. También entre la voz y la escritura
ocurren esas pérdidas. Al cabo, todo relato es ficción.
El jardín es la isla donde habitan mis padres.
La derrota de un hombre libre –se dice Odiseo-
no siempre coincide con el rumbo de su destino.
Es creencia de algunos que Orfeo, al enmudecer
a las sirenas con su música, demostró a los dioses el poder humano. Sin
embargo, otros creen que fue Odiseo quien lo hizo, pues tuvo el coraje y la
astucia para escuchar su canto y arrebatarles el secreto.
Odiseo sonrió al recordar el día en que Logos
cargó su carcaj de flechas, tensó el arco y salió a cazar Pathos.
Es creencia de
algunos que Orfeo, al enmudecer a las sirenas con su música, demostró a los
dioses el poder humano. Sin embargo, otros creen que fue Odiseo quien manifestó
ese poder, pues tuvo el coraje y la astucia para escuchar su canto y
arrebatarles el secreto.
Una vez, Odiseo
entrevió la sombra de la flor que ocultaba Fortuna detrás de su rueda y desde
entonces no olvida su perfume.
Mas el extranjero
ahora sabe que los caprichos de la fortuna también sucumben ante la voluntad de
la luz.
Qué decir del canto
de las sirenas sino que, del mismo modo que el relámpago nos llega antes que el
sonido del trueno, la emoción de la belleza nos llega al alma antes que las
palabras.
Hay noches en que
Odiseo ve -dice él- a sus naves emerger del naufragio y navegar a cielo abierto
por mares que están más allá de las estrellas, más allá de las constelaciones.
Lejos de la furia de Poseidón. "Ítaca", musita.
Quien nunca ha
abandonado Ítaca ignora que ella no existe; no sabe que la isla que habita es
otra.
Aunque la reclame, el
tiempo no tiene jurisdicción sobre la belleza de la flor, sino sobre su carne.
La flor no teme abrir sus pétalos. La moral de
la flor es el polen.
La impaciencia del relámpago. La lentitud del
trueno. El dejarse ir de la lluvia.
Acaso, el río que vio Heráclito el Oscuro es el
fluir de alma por la carne.
Cartografiar las islas de la dicha es facultad
de los navegantes, no de los cartógrafos.
Quizás, cuando la flor espera en vano, se
pregunta ¿Dónde descansa el colibrí cuando se agotan sus alas? ¿Dónde el alma
del hombre cuando la gana la tristeza?
En la umbría, un abejorro deja un hilo colgado
del aire. Más allá, en la luz, las chicharras tejen su red. El aire, la luz, el
tiempo, todo parece tan quieto.
Con su destreza con la lira, el fauno obligó al
dios a valerse de la voz para vencerlo y esta osadía le costó la vida. La
poesía es la piel del fauno flameando de un árbol.
Evocar
es traer al presente algo que está más allá de la memoria, en una isla
recóndita del alma, se dice Odiseo mientras evoca a Nausica.
Aunque
hace tiempo extinguida, la luz de los dioses nos sigue encegueciendo.
Y
el hombre –se dice-, débil por naturaleza, imita el carácter de los dioses.
Aún
en sus formas más sencillas, la flor es persistencia de la vida.
El jardín no es para Odiseo un lugar de
descanso, sino de paz donde su alma cicatriza mientras él repara sus naves.
Aquellos que destierran a sus compatriotas
ignoran que se condenan a sí mismos a no salir de sus propios límites.
La savia. El deseo. La tensión de los estambres
entre los pétalos.
Y en el aire, como una hebra de perfume, la voz
de Nausica.
El navegante es tan pequeño en el mar.
¿Son míos los oídos que han escuchado el aleteo
de la mariposa? ¿Míos los ojos que han mirado el mar?
Es naturaleza de la flor nutrir al insecto y a
la mirada.
¿Qué hacer cuando tan pocos ven al errante?
¿Cuando tan pocos entienden lo que su mirada cuenta?
Él, que ha viajado, ha sido perseguido por los
dioses, que ha visto sus monstruos y oído el canto de las sirenas, ahora sabe
que sin verdad y sin libertad el espacio es ocupado por las supersticiones, por
los negros fantasmas del rencor, la envidia, los celos, la mentira, que hacen
imposible el diálogo que sostiene la vida en común.
Más allá del jardín, los perros sin sombra
aúllan. La belleza de Penélope es inalcanzable para ellos.
El apátrida sabe que la vida nos sonríe con los
mismos dientes que nos devora.
Hay días en que la melancolía se cuelga de las
horas y le anebla la mirada. Aun así, Odiseo contempla la flor.
Al cabo, el viaje del navegante es un largo
trazo que persiste en la memoria.
Los amantes que mientras se besan abren los
ojos y descubren que son cíclopes, bajan su párpado para seguir soñando que son
humanos.
En el recuerdo, las
risas acaban perdiendo su sonido mas no su color. "Ah, la risa de
Nausica", musita Odiseo.
¿En qué momento del
viaje empieza la nostalgia?
Como algunas rosas,
también el corazón es a veces herido por astillas de luz.
La guerra y la muerte
son reales. El dolor y la distancia son reales. No fue la astucia del guerrero
lo que derribó las murallas de Troya, sino la superstición de los troyanos.
La flor no sacrifica
la planta para ser. Ninguna causa vale una vida.
La felicidad no es fugaz ni eterna. Es un estado de gozo del
alma fuera del tiempo.
Cuando el pacto entre
el alma y la carne llega a su fin, la carne, que ha sentido en ella el pálpito
de la eternidad no puede evitar la muerte, y el alma, que ha conocido el
sentido de la finitud, no puede escapar a la nostalgia de lo que perece.
La memoria impide que las gentes y los paisajes que hemos
visto se pierdan para siempre como humo en el aire en nuestro interior.
Para el errante no es posible sobrevivir sin resistir
a la seducción de la nostalgia.
La belleza se
extiende más allá de la palabra que la nombra.
Poniéndose una mano
en el pecho, Odiseo se pregunta ¿es vida lo que late más allá del corazón?
La flor abre sus pétalos y ofrece su néctar a
los insectos para sentir que la vida se prolonga más allá del jardín.
Y ahora que leo en calma los pétalos de la flor
-se dice Odiseo- siento el secuestro del alma y el temor de que no regrese.
Si Penélope continúa tejiendo y destejiendo los
hilos del tiempo ¿será que es otro el Odiseo que ha regresado?
Con los pasos, el murmullo del jardín y su
fronda, las voces ausentes de los seres queridos.
Aunque no las veas, están. Tanto ha navegado el
errante, tanto lo ha ilustrado la vida que, al mirar el cielo aun a la luz del
día, puede distinguir entre el brillo de las estrellas y el de los cuerpos
parásitos de la luz.
¿Puede el poeta resistirse a bajar al Hades?
¿Negarse al diálogo con las sombras?
Son los muertos queridos quienes nos enseñan el
camino de Ítaca.
Los
perros de la ira ladran fuera del jardín, lejos del corazón del extranjero.
¿Quién puede asegurar que el destino de los pétalos no sea el de ser
estrellas al final del verano?
Detrás de las nubes, las olas, el vasto mar.
Nada detiene el remo del navegante.
La pulsión orgánica de la flor es el fruto.
Tiempo que se tensa. El deseo.
Latidos de la vida. Cada día, cada semana, cada
estación, como el sol, como los antiguos dioses que representaron al sol, el
jardín muere y renace
Detrás de las altas olas que ocultan el
horizonte, los pescadores tienden sus redes.
Es más fácil volar que caminar sobre las aguas.
La serenidad, la belleza, entonces ¿por qué
esta tristeza?
Como todo náufrago -se dice Odiseo- somos el
esqueleto de lo que perdemos.
¡Qué rápido pasan las nubes! ¿Cómo decir
entonces cada instante del jardín?
Aunque las nubes oculten el cielo y las olas el
horizonte, el navegante no deja de remar.
¿Quién es el héroe? ¿Aquiles por matar a
Héctor? ¿Paris por matar a Aquiles? ¿O Sócrates que bebió la cicuta antes que
reconocer a los dioses?
Después de atravesar el desfiladero de las
sirenas y oír su canto, Odiseo ahora sabe que no es posible confundir el ruido
del mundo con la música del universo.
En el cuerpo muerto de la nave hundida siguen
latiendo los corazones de los náufragos.
Cuando la flecha de Ilión atraviesa el corazón
nada puede detener la parálisis de la voluntad salvo la belleza.
La tristeza te nubla, desnuda y deja a la
intemperie. Solo.
Aunque en otoño al árbol le duela la pérdida de
sus hojas, la flor le recuerda los brotes de la primavera.
Llegado el otoño, el árbol, aunque sus ramas
queden a merced del frío, se desprende de sus hojas para seguir vivo. Su
esperanza es la primavera.
¿Cómo nombrar lo nuevo cuando la raíz se hunde
tan hondo, quizás en un lugar fuera de este que habitamos?
¿Qué secretos nos cuenta la mirada de quien se acerca al horizonte?
El extranjero recuerda que una vez escribió:
"El mar. El olvido es el mar".
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