En un bar próximo al puerto
entró un hombre con un parche en el ojo y una horrible cicatriz en la cara que
se perdía cuello abajo. En el bar había cuatro bolivianos que, junto a ellos,
tenían una guitarra, un charango, una caja y una quena, además de un hindú y un
pakistaní que estaban sentados en otra mesa. Al entrar el hombre y verle su
rostro, todos callaron. Fue sólo un instante, pero lo suficientemente largo, o
así lo pareció, como para que el recién llegado se viera obligado a saludar a
todos. El hombre pidió una cerveza y se dispuso a beberla apoyando en la barra. Pero quien la
atendía no resistió la curiosidad:
-
Perdone, pero ¿cómo fue que se hizo eso?
El hombre echó un trago largo hasta casi acabar la
bebida, bajó la cabeza y después la alzó girándola, buscando con su único ojo
el rostro del otro.
- No es que sea
largo de contar, pero aún así es difícil de creer...
- Por aquí pasa mucho marinero...
- Me
llamo Simbad...- respondió el tuerto de la
cicatriz y esperó alguna reacción, pero salvo el pakistaní y el hindú que
dejaron de hablar, a los otros no les dijo nada el nombre.
-
Y yo, José – añadió el hombre de la barra
mientras lavaba unos vasos.
- Hace un
tiempo, ya no sé cuanto, viajé a Malasia y, por cuestiones que no vienen al
caso, fui a orar a la Surau, la capilla musulmana de las torres gemelas de
Kuala Lumpur...
El otro comenzó a secar los vasos recién lavados
echando rápidas miradas al hombre para ver si acababa su cerveza y le podía
servir otra. El hindú y el pakistaní ya no disimularon su interés. Sólo los
bolivianos parecieron seguir concentrados en su propio silencio.
-
El caso es que cuando comencé mi oración en la capilla, que está a más
de cuarenta pisos de altura, junto al puente que une a las dos torres –dijo el hombre pidiendo otra
jarra- tuve una visión, la de un tigre de
Bengala caminando por el alféizar de la ventana y que después se abalanzaba
sobre mí. Cuando desperté estaba en el hospital curándome de estas heridas. Eso
es todo.
El hindú y el pakistaní se miraron como si ya
conocieran la historia o como si la misma les hubiera decepcionado. Aun así, el
ruido de la calle dejó de entrar y un silencio de incredulidad ocupó el bar.
- Sí –dijo al fin el hombre de la
barra-, es difícil de creer...
Entonces, uno de los bolivianos se acercó a la barra
apretando su quena contra el pecho.
- Es verdad, sucedió como usted dice...
-
¿Y tú qué sabes? – le dijo el tipo del bar.
El boliviano lo ignoró.
- Sucedió como
usted dice señor –repitió el quenista confirmando lo dicho por el hombre de
la cicatriz, quien abrió su único ojo como si de nuevo tuviese una visión.
- Salvo
en una cosa –dijo el boliviano marcando con la
quena una distancia de protección- usted
es el cazador que mató el último
uturunco, como le llaman los omaguas al jaguar,
aunque no fue en Kuala Lumpur, como cuenta, sino en Humahuaca, en la quebrada
de Humahuaca...
- Pero... – el hombre de la cicatriz miró al quenista con sorpresa, acaso con
temor – si es usted –vaciló-
usted es el arpista ciego de Myanmar, el que me envió a rezar a la Surau de las dos alturas.
El boliviano de la quena no le respondió. Le dio la
espalda y se marchó seguido de sus tres compañeros.
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