Apenas
la vara tocó su pecho, T. se sintió embargado por una emoción profunda y una
poderosa sensación. Sintió como si la vieja savia del nogal al mezclarse con su
sangre desencadenara en el cuerpo un cambio químico e hiciera que una oscuridad
líquida le corriese por las venas. Noche y vacío dentro de sí y un fragor de
almas en tránsito fuera del tiempo y, entre ellas, entre las almas, como breves
relámpagos, escenas de su vida pasada, presente y futura precipitándose por un
vórtice de viento y arena. Sintió que caía al abismo y que algo, acaso la
angustia, le oprimía el pecho impidiéndole respirar. Pasaron siglos aferrado a
la vara de nogal del patio de su casa, siempre hundiéndose. Ahogándose en un
tiempo que se partía en granos de nada, como se parten las piedras en el
desierto, y se perdía. Siglos cayendo en un torbellino de miradas que abarcaban
lo infinito hasta que, de pronto, todo cesó.
El
ciego seguía sentado ante él. Era el mismo viejo, como su risa era la misma
risa, la misma duración, las mismas modulaciones. Ningún matiz que revelara su
transcurrir más allá del instante. Tampoco él podía saber si vivía atrapado en
ese momento único. Como hacía unas horas, cuando a la sombra de la morera
percibió la realidad de lo inmóvil, T. sintió que, por alguna causa desconocida
para él, había percibido el vértigo de lo móvil y entrevisto la voracidad del
tiempo vaciando los seres y las cosas de sus signos. Quizás, se dijo, las
palabras no son sino breves relámpagos que iluminan la ilusión del mundo.
Ellas, las palabras, nos nombran y al nombrarnos nos encarnan. Nacieron para
articular la vida, pero cuando el tiempo y la moral las corrompen trastornan la
realidad del mundo y demuelen los edificios de la civilidad.
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