A
esa hora crepuscular, la transparencia del aire, que la luz modulaba con su
persistencia moribunda, era arañada por el canto de las chicharras. Espasmo
continuado de notas nupciales que caía a las sombras dejando en las ramas del
árbol la herencia que mudará para remontar el vuelo. El renacer. Así, con ese
espíritu, mudado de sus gastadas y sucias prendas, iba él al encuentro. Como
las ninfas de las cigarras que caen a tierra y van a las raíces del árbol para
nutrirse de su savia, así iba él, limpio tras el baño en el río, a través de ruidos
espasmódicos que trastornaban el silencio, al encuentro de su casa donde,
creía, habitaba la voz original. Atrás quedaba la muda, impronta de la
nostalgia, esqueleto de piel que sujetaba su alma al tiempo enfermo de las
palabras. El de los sonidos ahogados. El de las babas de voz con que hablan los
ángeles de la noche.
Pero
Manuel T., aunque recién mudado, aún estaba lejos de la desnudez, lejos de la
música que le diera sentido a su existencia. La música que aproximara las
palabras a un decir más hondo fuera del alcance del mal. Su voz aún carecía de
las inflexiones, el tono y el orden sintáctico que, liberando el nombre de lo
nombrado, pudieran afinar su timbre a la emoción sin idiomas en el que los
hombres son uno otro. El timbre que anunciaba el recreo
y todos salían al patio. Detenido ante su antigua escuela, T. casi pudo oír ese
timbre y las voces y las risas de sus compañeros corriendo, unos tras una
pelota de goma y otros tras una de trapo, unos jugando a la mancha y otros al
escondite o las muñecas.
En
el patio de un colegio, la algarabía, como el canto de las chicharras, no es
confusión de muchas voces sino de una. De la voz en la estación de la muda. Es
en la escuela donde, o mejor, en el tiempo de la escuela, es cuando el niño que
madura deja la piel seca de sus agudos, pierde el cromatismo de su timbre y
agrava la voz con los tonos y saberes que le da el magisterio de una voz
adulta. Como la ninfa de la cigarra que abandona la tierra y trepa al árbol
para hacer oír su canto, el niño, al mudar su voz, se exilia de la voz materna
para hacerse oír. Este exilio es el primer desgarro para ser libre, para hablar
con su propia voz, sustancia de una lengua que lo identifica y lo comunica ante
los demás. Pero el niño ignora que al perder el timbre los colores, su voz se
opaca y se aproxima al sonido oscuro del habla de las sentinas. Aunque más
potente, la voz mudada, la voz adulta, rara vez podrá elevarse hasta el
armónico silbido que exigen las arias; rara vez podrá hallar los exactos
matices de una dicción que haga nítidos los sonidos de un habla y una escritura
bellas. Y es esta imposibilidad lo que hace vulnerables el oído y la voz del
hombre al bronco sonar de las jergas de la muerte. Lo que él, el hombre, oye y
dice entonces es correspondencia de un lenguaje viciado por los tópicos y el
fraude de vida. Es así como repite «proceso» que oculta «dictadura», «pueblo»,
«rebaño»; «chupadero», «campo de concentración»; «grupo de tareas», «banda
organizada para el saqueo, el secuestro y el asesinato», y «desaparecido»,
«torturado y asesinado». ¿Y dios? ¿Qué significa la palabra «dios»? Las
palabras que mudan de sentido no dicen lo que nombran y la voz que las
pronuncia se ahoga en el mar de un lenguaje desdecido.
Pero
T. se resiste a perecer ahogado en la desdicha y sabe, lo está sabiendo, que
para salvarse ha de desprenderse, como la serpiente de su piel, de la nostalgia
de su yo y entregarse con humildad, desnudo de orgullo humano, al aprendizaje
de los otros lenguajes que perviven a salvo del poder irreflexivo de los dioses.
Finalmente ha comprendido que su mutismo no es negación del habla. Es escudo
que preserva su voz de los engaños de la lengua, de las trampas del silencio
impostado de voces que brillan y mudan de sentido y es así como T. confía vencer el tiempo,
la tempestad, y llegar hasta la tierra que lo nombra.
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