martes, 10 de junio de 2014

MÁS ALLÁ DE LOS DÍAS [Fragmento II]



A esa hora crepuscular, la transparencia del aire, que la luz modulaba con su persistencia moribunda, era arañada por el canto de las chicharras. Espasmo continuado de notas nupciales que caía a las sombras dejando en las ramas del árbol la herencia que mudará para remontar el vuelo. El renacer. Así, con ese espíritu, mudado de sus gastadas y sucias prendas, iba él al encuentro. Como las ninfas de las cigarras que caen a tierra y van a las raíces del árbol para nutrirse de su savia, así iba él, limpio tras el baño en el río, a través de ruidos espasmódicos que trastornaban el silencio, al encuentro de su casa donde, creía, habitaba la voz original. Atrás quedaba la muda, impronta de la nostalgia, esqueleto de piel que sujetaba su alma al tiempo enfermo de las palabras. El de los sonidos ahogados. El de las babas de voz con que hablan los ángeles de la noche.
Pero Manuel T., aunque recién mudado, aún estaba lejos de la desnudez, lejos de la música que le diera sentido a su existencia. La música que aproximara las palabras a un decir más hondo fuera del alcance del mal. Su voz aún carecía de las inflexiones, el tono y el orden sintáctico que, liberando el nombre de lo nombrado, pudieran afinar su timbre a la emoción sin idiomas en el que los hombres son uno                  otro. El timbre que anunciaba el recreo y todos salían al patio. Detenido ante su antigua escuela, T. casi pudo oír ese timbre y las voces y las risas de sus compañeros corriendo, unos tras una pelota de goma y otros tras una de trapo, unos jugando a la mancha y otros al escondite o las muñecas.
En el patio de un colegio, la algarabía, como el canto de las chicharras, no es confusión de muchas voces sino de una. De la voz en la estación de la muda. Es en la escuela donde, o mejor, en el tiempo de la escuela, es cuando el niño que madura deja la piel seca de sus agudos, pierde el cromatismo de su timbre y agrava la voz con los tonos y saberes que le da el magisterio de una voz adulta. Como la ninfa de la cigarra que abandona la tierra y trepa al árbol para hacer oír su canto, el niño, al mudar su voz, se exilia de la voz materna para hacerse oír. Este exilio es el primer desgarro para ser libre, para hablar con su propia voz, sustancia de una lengua que lo identifica y lo comunica ante los demás. Pero el niño ignora que al perder el timbre los colores, su voz se opaca y se aproxima al sonido oscuro del habla de las sentinas. Aunque más potente, la voz mudada, la voz adulta, rara vez podrá elevarse hasta el armónico silbido que exigen las arias; rara vez podrá hallar los exactos matices de una dicción que haga nítidos los sonidos de un habla y una escritura bellas. Y es esta imposibilidad lo que hace vulnerables el oído y la voz del hombre al bronco sonar de las jergas de la muerte. Lo que él, el hombre, oye y dice entonces es correspondencia de un lenguaje viciado por los tópicos y el fraude de vida. Es así como repite «proceso» que oculta «dictadura», «pueblo», «rebaño»; «chupadero», «campo de concentración»; «grupo de tareas», «banda organizada para el saqueo, el secuestro y el asesinato», y «desaparecido», «torturado y asesinado». ¿Y dios? ¿Qué significa la palabra «dios»? Las palabras que mudan de sentido no dicen lo que nombran y la voz que las pronuncia se ahoga en el mar de un lenguaje desdecido.
Pero T. se resiste a perecer ahogado en la desdicha y sabe, lo está sabiendo, que para salvarse ha de desprenderse, como la serpiente de su piel, de la nostalgia de su yo y entregarse con humildad, desnudo de orgullo humano, al aprendizaje de los otros lenguajes que perviven a salvo del poder irreflexivo de los dioses. Finalmente ha comprendido que su mutismo no es negación del habla. Es escudo que preserva su voz de los engaños de la lengua, de las trampas del silencio impostado    de voces que brillan y mudan de sentido      y es así como T. confía vencer el tiempo, la tempestad, y llegar hasta la tierra que lo nombra. 

No hay comentarios: