lunes, 16 de junio de 2014

SALE LA EDICIÓN DIGITAL DE "NADADORES DE ALTURA"

Excodra editorial pone a la venta en edición digital "Nadadores de altura", libro que ya publicara en Argentina la Edtorial Cartografías. 
La nueva edición lleva en portada una ilustración del artista argentino residente es España Carlos-Esteban Resano Vasilchick.

"Nadadores de altura" se puede adquirir on line en este enlace:
 http://www.excodraeditorial.com/web/Libros/Nadadores_de_altura.html

domingo, 15 de junio de 2014

ODISEO EN EL JARDÍN DE DOÑA PABLA





Cuando Odiseo regresó a Ítaca se adentró en el jardín de su madre para alejarse del farfullo del mundo y del fragor del tiempo.


La verdad es un misterio de muchas voces, se dice el errante, acaso recordando las que oyó en el desfiladero de las sirenas.

"Quizás, se dice Odiseo, la flor ignora el sentido de su belleza del mismo modo que yo desconozco la razón última del viaje".


Sentado bajo la pérgola de rosa silvestre y glicinias, Odiseo piensa que el cielo no es ajeno al alma y -tal vez recordando a Náusica-, que el deseo es esa nube que presiente fuera de la visión.


Quien no ha aprendido a mirar siempre verá sombras.

Algunos seres luminosos agotan su luz y, con un destello de vida que ilumina un poema, se desvanecen dejando, como una estrella muerta, un agujero negro en el alma del poeta o donde quiera que palpite su corazón.

El lenguaje es un artificio humano para hacer posible la soberanía del hombre en el mundo, pero como tal artificio no salva el abismo de lo nombrado. ¿Cómo nombrar la flor –se pregunta Odiseo- sin sentir la incertidumbre de lo inabarcable?
La palabra es como una cebolla en flor cuyo bulbo guarda en sus capas las muchas historias de su vida.

A veces necesitamos de las sombras vivas para atenuar la violencia de la luz.

Aunque guarde la semilla en su cáliz, el esplendor y la belleza de la flor son gozos del presente.

Todos somos imperfectos, pero lo que nos desgarra no es la imperfección, sino la angustia.

A veces el silencio es el verde que da sentido a la chispa de color de una flor.

La belleza de la flor y la nobleza del árbol alivian en el corazón de Odiseo el latido de furia de los dioses y el dolor del naufragio.

Más allá del jardín, el mar persiste. Las olas batiendo contra los acantilados. La espuma extendiéndose sobre la playa. El rumor de la memoria.

Más allá de la flor, en la mirada de Odiseo, gente labrando la tierra, un pájaro, islas que quedan atrás mientras navega, paisajes que nunca conocerá.

¿Y si el nombre de la muchacha que extraña no fuese Náusica -se pregunta Odiseo- sino el de esa gota que deja el llanto de la noche?

Mirando el nacimiento de la flor, Odiseo comprende que es el deseo de ser lo que da vida a la planta.

Quizás no fue la ira de Poseidón sino su hálito, el tiempo, lo que trastornó el viaje e hizo imposible el retorno. El instante de la flor.

Lo que destruye la belleza no es la ira de los dioses ni la furia de la naturaleza-se dice Odiseo- es la estupidez de los hombres.

Mas, la belleza es la savia que alimenta el mundo y el principio de todo renacer. La vida que resiste a la violencia.

La flor, en su insistencia, no atiende a la amenaza de los cielos. Así, el errante, continúa su camino tras la tormenta.

Así como en el desfiladero de las sirenas el mástil al que estuvo sujeto grabó en su espalda las notas de una música inaudible para los mortales, en las playas de los feacios el amor de Nausica salvó a Odiseo del naufragio de la vejez.

La mirada rescata al girasol de la violencia y su alegría solar ilumina el corazón del náufrago.

Más allá del cielo, el mar. El rumor del tiempo en la memoria. Las naves que la surcan.

La flor trae las fragancias de la isla de los feacios; las risas de la juventud. El rocío de otro tiempo.

La entrega de la flor no es efímera para quien la recibe, se dice el errante evocando las caricias de Circe, de Calypso y de Náusica. Ah, Náusica, suspira, él tan astuto en ardides y en escapar a las emboscadas de los dioses, al final sucumbió para siempre a los dones y espinas de la juventud.

Destruidas sus naves, la materia de las palabras que lo hicieron, a Odiseo no le quedan más bienes que las fragancias del jardín.

Atado al mástil de lo vivido, con la mirada extraviada en el laberinto de luces y sombras del jardín, Odiseo se entrega al recuerdo de aquella que con sus pies tañía el instrumento que los dioses grabaron en su espalda y a sus oídos le llegan las notas secretas del mar, esa música que ni siquiera la furia líquida de Poseidón puede ahogar.

Una huella. Una cicatriz, tal vez mañana.

Los dioses son y están. La inmovilidad los hace insensibles. La curiosidad y la voluntad humanas los enfurece.

Odisea. Las aventuras y desventuras de su «ανανκη » (ananké) son prefiguraciones de su nombre.

En la memoria, el batir del tiempo contra los farallones; en la piel de su espalda las venas del árbol, el pentagrama arrebatado a los dioses.

Y en su mente, la rueda de la fortuna, la sombra de una flor. La fragancia de la lluvia. El preludio del trueno.

Quizás Odiseo no naufragó en la isla de los feacios; quizás Náusica sólo fue una voz entreoída en el desfiladero de las sirenas. Una risa joven que le devolvió por un instante  el gozo de una patria por siempre perdida.

Al entrar en el solsticio y celebrar el paso sutil del tiempo, Odiseo oye una vez más en su cuerpo el sonido de las voces amadas, las presentes y las idas de amigos, camaradas y familiares que habitan en su corazón, y se entrega con ellas a la dulce celebración de la vida. Por eso, para todos aquellos que viven con él en el jardín y para quienes habitan fuera de él, les desea un feliz año 2014.

Como él, sujeto al mástil de su nave, la flor necesita de su tallo y de sus espinas, para crecer en la fronda y oír las voces del viento entre las ramas.

Perdidas mis naves ¿Quién soy?

Ahora, en el jardín, oliendo la fragancia de la flor, Odiseo acaba de comprender que la experiencia del espíritu es siempre en carne viva.

La flor es el útero de la semilla.

La belleza es entrega y gozo. Sin libación de la flor no existiría la miel.

El laberinto. Reflejos de lo oculto. Odiseo recordó que Teseo, tras matar con su puño al Minotauro miró horrorizado al monstruo y huyó. Durante días vagó mareado por galerías de luces y sombras hasta que salió a la luz. En su frente lucía la huella morada de un puño.

Más allá del jardín, tropillas de caballos blancos cruzan la llanura. Más allá del jardín, el mar y sus voces.
Los pasos del errante, como las naves, dejan tras de sí una estela de recuerdos que se pierden en el océano. Sólo la escritura nos salva del olvido.

No -se dice- no es posible escribir sin presentir la dimensión del silencio, sin comprender que somos tañido original que vibra en la carne.

La flor es presente de la raíz que se resiste al olvido, por eso contiene la semilla. Si no fuésemos carne que siente la ausencia, quizás no seríamos distintos a la flor.

Sobre la tierra del jardín, Odiseo intenta trazar el mapa de las islas y  nubes que ha visto, mas la realidad se le escurre. Entre lo vivido y su narración hay pérdidas que la memoria apenas disimula. También entre la voz y la escritura ocurren esas pérdidas. Al cabo, todo relato es ficción.

El jardín es la isla donde habitan mis padres.

La derrota de un hombre libre –se dice Odiseo- no siempre coincide con el rumbo de su destino.

Es creencia de algunos que Orfeo, al enmudecer a las sirenas con su música, demostró a los dioses el poder humano. Sin embargo, otros creen que fue Odiseo quien lo hizo, pues tuvo el coraje y la astucia para escuchar su canto y arrebatarles el secreto.

Odiseo sonrió al recordar el día en que Logos cargó su carcaj de flechas, tensó el arco y salió a cazar Pathos.

Es creencia de algunos que Orfeo, al enmudecer a las sirenas con su música, demostró a los dioses el poder humano. Sin embargo, otros creen que fue Odiseo quien manifestó ese poder, pues tuvo el coraje y la astucia para escuchar su canto y arrebatarles el secreto.

Una vez, Odiseo entrevió la sombra de la flor que ocultaba Fortuna detrás de su rueda y desde entonces no olvida su perfume.

Mas el extranjero ahora sabe que los caprichos de la fortuna también sucumben ante la voluntad de la luz.

Qué decir del canto de las sirenas sino que, del mismo modo que el relámpago nos llega antes que el sonido del trueno, la emoción de la belleza nos llega al alma antes que las palabras.

Hay noches en que Odiseo ve -dice él- a sus naves emerger del naufragio y navegar a cielo abierto por mares que están más allá de las estrellas, más allá de las constelaciones. Lejos de la furia de Poseidón. "Ítaca", musita.

Quien nunca ha abandonado Ítaca ignora que ella no existe; no sabe que la isla que habita es otra.

Aunque la reclame, el tiempo no tiene jurisdicción sobre la belleza de la flor, sino sobre su carne.

La flor no teme abrir sus pétalos. La moral de la flor es el polen.

La impaciencia del relámpago. La lentitud del trueno. El dejarse ir de la lluvia.

Acaso, el río que vio Heráclito el Oscuro es el fluir de alma por la carne.


Cartografiar las islas de la dicha es facultad de los navegantes, no de los cartógrafos.

Quizás, cuando la flor espera en vano, se pregunta ¿Dónde descansa el colibrí cuando se agotan sus alas? ¿Dónde el alma del hombre cuando la gana la tristeza?

En la umbría, un abejorro deja un hilo colgado del aire. Más allá, en la luz, las chicharras tejen su red. El aire, la luz, el tiempo, todo parece tan quieto.

Con su destreza con la lira, el fauno obligó al dios a valerse de la voz para vencerlo y esta osadía le costó la vida. La poesía es la piel del fauno flameando de un árbol.


Evocar es traer al presente algo que está más allá de la memoria, en una isla recóndita del alma, se dice Odiseo mientras evoca a Nausica.

Aunque hace tiempo extinguida, la luz de los dioses nos sigue encegueciendo.

Y el hombre –se dice-, débil por naturaleza, imita el carácter de los dioses.

Aún en sus formas más sencillas, la flor es persistencia de la vida.


El jardín no es para Odiseo un lugar de descanso, sino de paz donde su alma cicatriza mientras él repara sus naves.

Aquellos que destierran a sus compatriotas ignoran que se condenan a sí mismos a no salir de sus propios límites.

La savia. El deseo. La tensión de los estambres entre los pétalos.

Y en el aire, como una hebra de perfume, la voz de Nausica.

El navegante es tan pequeño en el mar.

¿Son míos los oídos que han escuchado el aleteo de la mariposa? ¿Míos los ojos que han mirado el mar?

Es naturaleza de la flor nutrir al insecto y a la mirada.

¿Qué hacer cuando tan pocos ven al errante? ¿Cuando tan pocos entienden lo que su mirada cuenta?

Él, que ha viajado, ha sido perseguido por los dioses, que ha visto sus monstruos y oído el canto de las sirenas, ahora sabe que sin verdad y sin libertad el espacio es ocupado por las supersticiones, por los negros fantasmas del rencor, la envidia, los celos, la mentira, que hacen imposible el diálogo que sostiene la vida en común.

Más allá del jardín, los perros sin sombra aúllan. La belleza de Penélope es inalcanzable para ellos.

El apátrida sabe que la vida nos sonríe con los mismos dientes que nos devora.

Hay días en que la melancolía se cuelga de las horas y le anebla la mirada. Aun así, Odiseo contempla la flor.

Al cabo, el viaje del navegante es un largo trazo que persiste en la memoria.

Los amantes que mientras se besan abren los ojos y descubren que son cíclopes, bajan su párpado para seguir soñando que son humanos.

En el recuerdo, las risas acaban perdiendo su sonido mas no su color. "Ah, la risa de Nausica", musita Odiseo.

¿En qué momento del viaje empieza la nostalgia?

Como algunas rosas, también el corazón es a veces herido por astillas de luz.

La guerra y la muerte son reales. El dolor y la distancia son reales. No fue la astucia del guerrero lo que derribó las murallas de Troya, sino la superstición de los troyanos.

La flor no sacrifica la planta para ser. Ninguna causa vale una vida.

La felicidad no es fugaz ni eterna. Es un estado de gozo del alma fuera del tiempo. 

Cuando el pacto entre el alma y la carne llega a su fin, la carne, que ha sentido en ella el pálpito de la eternidad no puede evitar la muerte, y el alma, que ha conocido el sentido de la finitud, no puede escapar a la nostalgia de lo que perece.

La memoria impide que las gentes y los paisajes que hemos visto se pierdan para siempre como humo en el aire en nuestro interior. 

Para el errante no es posible sobrevivir sin resistir a la seducción de la nostalgia.

La belleza se extiende más allá de la palabra que la nombra.

Poniéndose una mano en el pecho, Odiseo se pregunta ¿es vida lo que late más allá del corazón?

La flor abre sus pétalos y ofrece su néctar a los insectos para sentir que la vida se prolonga más allá del jardín.

Y ahora que leo en calma los pétalos de la flor -se dice Odiseo- siento el secuestro del alma y el temor de que no regrese.

Si Penélope continúa tejiendo y destejiendo los hilos del tiempo ¿será que es otro el Odiseo que ha regresado?

Con los pasos, el murmullo del jardín y su fronda, las voces ausentes de los seres queridos.

Aunque no las veas, están. Tanto ha navegado el errante, tanto lo ha ilustrado la vida que, al mirar el cielo aun a la luz del día, puede distinguir entre el brillo de las estrellas y el de los cuerpos parásitos de la luz.

¿Puede el poeta resistirse a bajar al Hades? ¿Negarse al diálogo con las sombras?

Son los muertos queridos quienes nos enseñan el camino de Ítaca.

 Los perros de la ira ladran fuera del jardín, lejos del corazón del extranjero.

¿Quién puede asegurar que el destino de los pétalos no sea el de ser estrellas al final del verano?

Detrás de las nubes, las olas, el vasto mar. Nada detiene el remo del navegante.

La pulsión orgánica de la flor es el fruto. Tiempo que se tensa. El deseo.

Latidos de la vida. Cada día, cada semana, cada estación, como el sol, como los antiguos dioses que representaron al sol, el jardín muere y renace

Detrás de las altas olas que ocultan el horizonte, los pescadores tienden sus redes.

Es más fácil volar que caminar sobre las aguas.

La serenidad, la belleza, entonces ¿por qué esta tristeza?

Como todo náufrago -se dice Odiseo- somos el esqueleto de lo que perdemos.

¡Qué rápido pasan las nubes! ¿Cómo decir entonces cada instante del jardín?

Aunque las nubes oculten el cielo y las olas el horizonte, el navegante no deja de remar.

¿Quién es el héroe? ¿Aquiles por matar a Héctor? ¿Paris por matar a Aquiles? ¿O Sócrates que bebió la cicuta antes que reconocer a los dioses?

Después de atravesar el desfiladero de las sirenas y oír su canto, Odiseo ahora sabe que no es posible confundir el ruido del mundo con la música del universo.

En el cuerpo muerto de la nave hundida siguen latiendo los corazones de los náufragos.

Cuando la flecha de Ilión atraviesa el corazón nada puede detener la parálisis de la voluntad salvo la belleza.

La tristeza te nubla, desnuda y deja a la intemperie. Solo.

Aunque en otoño al árbol le duela la pérdida de sus hojas, la flor le recuerda los brotes de la primavera.

Llegado el otoño, el árbol, aunque sus ramas queden a merced del frío, se desprende de sus hojas para seguir vivo. Su esperanza es la primavera.

¿Cómo nombrar lo nuevo cuando la raíz se hunde tan hondo, quizás en un lugar fuera de este que habitamos?

¿Qué secretos nos cuenta la mirada de quien se acerca al horizonte?

El extranjero recuerda que una vez escribió: "El mar. El olvido es el mar".



viernes, 13 de junio de 2014

MÁS ALLÁ DE LOS DÍAS [Fragmento IV]


Al encontrarse con la mirada del animal, Manuel T. supo que aquello que intuyó años atrás, cuando decidió regresar del destierro a buscar su poema, había sucedido. Estaba sucediendo. El retorno había empezado a consumarse. Aunque el sentimiento de extrañeza persistía, iba, por fin, reconociéndose en el yo de una patria, cuya entidad desbordaba los límites de cualquier nación vulnerable al horror. No más soldados ni máscaras. No más miedo. Los nombres que no eran el suyo, como los días en los que fue un entredicho entre el terror y la esperanza, comenzaban a quedar atrás. Manuel T., el poeta, el extranjero que había visto la muerte y, seguramente, la seguiría viendo en el resto del camino, comprendió que había sido un esfuerzo inútil cavar la colina y rebuscar tantos años en la realidad del basural. Ahora sabía, estaba sabiendo, que el poema que había intentado desenterrar no iba a responderle y guiarle como creyó. El poema no era el mapa sino esa palabra viva, el mundo,  un acto de voluntad, le había dicho su abuelo cuando era niño sin que entonces lo entendiera y supiera que le hablaba de la libertad. El mundo es la casa que habitamos en libertad, pues de cada uno depende el gesto de la convivencia. Pero Manuel T. lo supo tarde, cuando el terror ya campeaba por doquier y convertía a los individuos en reos  del miedo. Ademanes esclavos que sobrevivían ocultos detrás de nombres impropios. Ahora, justo después de detenerse y ver su propio desamparo en la mirada del perro, Manuel T. comprendió la inutilidad de la nostalgia por lo que dejaba atrás. Lo que dejaba no era su hogar sino el espacio inhóspito que oprimía la voluntad y esa línea lejana en la que se perdía la carretera en dirección opuesta no era el horizonte sino la frontera, al otro lado de la cual estaba su patria. La casa donde había nacido y a la que debía regresar. Y creyó que la huída había concluido. Los soldados no llegaban tan lejos, se dijo, aunque más tarde, casi al final del trayecto comprobaría que no era así. 

jueves, 12 de junio de 2014

MÁS ALLÁ DE LOS DÍAS (Fragmento III)


Apenas la vara tocó su pecho, T. se sintió embargado por una emoción profunda y una poderosa sensación. Sintió como si la vieja savia del nogal al mezclarse con su sangre desencadenara en el cuerpo un cambio químico e hiciera que una oscuridad líquida le corriese por las venas. Noche y vacío dentro de sí y un fragor de almas en tránsito fuera del tiempo y, entre ellas, entre las almas, como breves relámpagos, escenas de su vida pasada, presente y futura precipitándose por un vórtice de viento y arena. Sintió que caía al abismo y que algo, acaso la angustia, le oprimía el pecho impidiéndole respirar. Pasaron siglos aferrado a la vara de nogal del patio de su casa, siempre hundiéndose. Ahogándose en un tiempo que se partía en granos de nada, como se parten las piedras en el desierto, y se perdía. Siglos cayendo en un torbellino de miradas que abarcaban lo infinito hasta que, de pronto, todo cesó.
El ciego seguía sentado ante él. Era el mismo viejo, como su risa era la misma risa, la misma duración, las mismas modulaciones. Ningún matiz que revelara su transcurrir más allá del instante. Tampoco él podía saber si vivía atrapado en ese momento único. Como hacía unas horas, cuando a la sombra de la morera percibió la realidad de lo inmóvil, T. sintió que, por alguna causa desconocida para él, había percibido el vértigo de lo móvil y entrevisto la voracidad del tiempo vaciando los seres y las cosas de sus signos. Quizás, se dijo, las palabras no son sino breves relámpagos que iluminan la ilusión del mundo. Ellas, las palabras, nos nombran y al nombrarnos nos encarnan. Nacieron para articular la vida, pero cuando el tiempo y la moral las corrompen trastornan la realidad del mundo y demuelen los edificios de la civilidad.

martes, 10 de junio de 2014

MÁS ALLÁ DE LOS DÍAS [Fragmento II]



A esa hora crepuscular, la transparencia del aire, que la luz modulaba con su persistencia moribunda, era arañada por el canto de las chicharras. Espasmo continuado de notas nupciales que caía a las sombras dejando en las ramas del árbol la herencia que mudará para remontar el vuelo. El renacer. Así, con ese espíritu, mudado de sus gastadas y sucias prendas, iba él al encuentro. Como las ninfas de las cigarras que caen a tierra y van a las raíces del árbol para nutrirse de su savia, así iba él, limpio tras el baño en el río, a través de ruidos espasmódicos que trastornaban el silencio, al encuentro de su casa donde, creía, habitaba la voz original. Atrás quedaba la muda, impronta de la nostalgia, esqueleto de piel que sujetaba su alma al tiempo enfermo de las palabras. El de los sonidos ahogados. El de las babas de voz con que hablan los ángeles de la noche.
Pero Manuel T., aunque recién mudado, aún estaba lejos de la desnudez, lejos de la música que le diera sentido a su existencia. La música que aproximara las palabras a un decir más hondo fuera del alcance del mal. Su voz aún carecía de las inflexiones, el tono y el orden sintáctico que, liberando el nombre de lo nombrado, pudieran afinar su timbre a la emoción sin idiomas en el que los hombres son uno                  otro. El timbre que anunciaba el recreo y todos salían al patio. Detenido ante su antigua escuela, T. casi pudo oír ese timbre y las voces y las risas de sus compañeros corriendo, unos tras una pelota de goma y otros tras una de trapo, unos jugando a la mancha y otros al escondite o las muñecas.
En el patio de un colegio, la algarabía, como el canto de las chicharras, no es confusión de muchas voces sino de una. De la voz en la estación de la muda. Es en la escuela donde, o mejor, en el tiempo de la escuela, es cuando el niño que madura deja la piel seca de sus agudos, pierde el cromatismo de su timbre y agrava la voz con los tonos y saberes que le da el magisterio de una voz adulta. Como la ninfa de la cigarra que abandona la tierra y trepa al árbol para hacer oír su canto, el niño, al mudar su voz, se exilia de la voz materna para hacerse oír. Este exilio es el primer desgarro para ser libre, para hablar con su propia voz, sustancia de una lengua que lo identifica y lo comunica ante los demás. Pero el niño ignora que al perder el timbre los colores, su voz se opaca y se aproxima al sonido oscuro del habla de las sentinas. Aunque más potente, la voz mudada, la voz adulta, rara vez podrá elevarse hasta el armónico silbido que exigen las arias; rara vez podrá hallar los exactos matices de una dicción que haga nítidos los sonidos de un habla y una escritura bellas. Y es esta imposibilidad lo que hace vulnerables el oído y la voz del hombre al bronco sonar de las jergas de la muerte. Lo que él, el hombre, oye y dice entonces es correspondencia de un lenguaje viciado por los tópicos y el fraude de vida. Es así como repite «proceso» que oculta «dictadura», «pueblo», «rebaño»; «chupadero», «campo de concentración»; «grupo de tareas», «banda organizada para el saqueo, el secuestro y el asesinato», y «desaparecido», «torturado y asesinado». ¿Y dios? ¿Qué significa la palabra «dios»? Las palabras que mudan de sentido no dicen lo que nombran y la voz que las pronuncia se ahoga en el mar de un lenguaje desdecido.
Pero T. se resiste a perecer ahogado en la desdicha y sabe, lo está sabiendo, que para salvarse ha de desprenderse, como la serpiente de su piel, de la nostalgia de su yo y entregarse con humildad, desnudo de orgullo humano, al aprendizaje de los otros lenguajes que perviven a salvo del poder irreflexivo de los dioses. Finalmente ha comprendido que su mutismo no es negación del habla. Es escudo que preserva su voz de los engaños de la lengua, de las trampas del silencio impostado    de voces que brillan y mudan de sentido      y es así como T. confía vencer el tiempo, la tempestad, y llegar hasta la tierra que lo nombra. 

lunes, 9 de junio de 2014

MÁS ALLÁ DE LOS DÍAS [fragmento]

Había recorrido unos cien metros, eso creyó, cuando de pronto, a un costado del camino, dio con una pequeña y, al parecer, abandonada estación de tren. En el frontis ondeaban las hilachas de una bandera desteñida, bajo cuyo mástil colgaba un enorme retrato del caudillo muerto honrado con flores de plástico. El perro gimió al ver un pozo de agua y él afirmó la bicicleta en el tronco de una morera.
Después de sacar agua del pozo y de beber él y su perro, Manuel T. buscó la sombra de la morera, se sentó apoyando su espalda en el tronco y compartió con el perro los restos de comida que le quedaban reservándose las frutas. Entre las ramas del árbol, algunos pájaros descansaban y picoteaban los frutos, que al caer amorataban el suelo, y los gusanos, preparando también ellos el ritual de la muda, devoraban las hojas que apenas si dejaban pasar medallones de luz dentro del círculo umbrío.
Más allá, el sol blanqueaba los campos y cortas ráfagas de aire, tal vez agitaciones agónicas del derrumbe, aliviaban el calor y levantaban remolinos de polvo que cruzaban el patio y morían antes de llegar a la carretera. Un soterrado susurro de insectos acotaba el silencio mayor de la siesta y T., conmovido y agotado por la experiencia vivida, se dejó llevar por el rítmico acezar del perro y por el vuelo de los abejorros que rubricaban su somnolencia. Medio adormilado vio arrastrarse hacia él dos serpientes albinas, tal vez las mismas que días antes había sorprendido en la cópula, pero no se movió. Tampoco el perro hizo nada por ahuyentarlas. Sin atreverse a mirarlas, T. dejó que subieran por él, le rodearan el cuello y metieran sus lenguas bífidas en los oídos. Por un momento impreciso en su duración, sintió que su cuerpo callaba y que la respiración de los reptiles se deslizaba por ese silencio abierto en su cuerpo como una larva luminosa de sonido. Una nota original que alumbraba el universo en su interior.
Parpadeó. Las serpientes se perdían en la maleza. T. parpadeó y se hubiera convencido de que lo ocurrido con ellas era sólo imaginación, de no ser porque ahora tenía la sensación de entender el sentido de aquel febril tráfico sonoro que brotaba de la naturaleza. Un sentido hasta entonces borroso, pero que, desde que emprendiera viaje, cada día se le hacía más nítido y comprensible y le infundía ese ingenuo entusiasmo con que el niño aprende y repite las sílabas básicas del hablar. Quizás por esto, cuando despertó o creyó despertar, se sorprendió no de la ausencia de las serpientes sino de los sonidos que él emitía, familiares a los oídos, pero extraños a su glotis. En ese momento, latió en su espalda el callado curso de la savia del árbol, una pareja de gorriones dejó de picotear la tierra y se posó en sus rodillas, un escarabajo subió hasta el empeine de su zapato y allí se quedó, y una mariposa aleteó en el hocico del perro, cuyo gruñido le fue inteligible. 
T., perplejo, no supo discernir si lo que percibía era suceso o delirio. Algo en él se resistía a aceptar una realidad nueva que tensaba su cuerpo con innúmeros códigos amenazando, creía, su cordura. Pero a su vez, si su propósito era regresar a su hogar, T. sabía, lo estaba sabiendo, que no podía negarse a esas realidades tramadas con signos distintos al de las palabras. Debía reconocerlas aunque al estar más allá de las palabras fuesen menos realidades que la realidad que podemos decir, se dijo. El latido de la savia del árbol, el vuelo de los gorriones y el de la mariposa, la carrera del escarabajo son signos de una realidad que el lenguaje no puede enunciar sin desvirtuarla. Las palabras no pueden expresar la genuina realidad de la morera, que seguirá inmutable en su inmovilidad de árbol, aunque el viento sacuda sus ramas, las aves coman sus frutos y los gusanos sus hojas o el agua y los minerales no alcancen sus raíces y nutran su savia. Pero que las palabras sucumban ante esas realidades no quiere decir que éstas sean inaccesibles. Él, Manuel T., había hablado la lengua de las cosas. Al no hablar de sí mismo, como lo hubiera hecho con las palabras, sino en sí mismo, como lo hacen las cosas en su quietud, en su mutismo, en su constancia de ser ante la luz, había penetrado por un instante en la realidad de ellas.
Manuel T. bajó los párpados como si meditara y deseó aprender de la inmovilidad de la morera el secreto de ser árbol y sentir en sus pies la agitación de la tierra, sentir, como él, el árbol, siente los arrebatos del viento, el oleaje de la luz, el pálpito de la oscuridad. Pero algo lo contuvo. Aunque el final del camino fuese una trampa, como lo comprobará cuando ya sea tarde para desandarlo si hubiese querido, T. no podía dejarse seducir por la inmovilidad de lo no dicho. Debía recorrer el camino hasta el final, llegar a su patria, construir su casa, arar la tierra y sembrar. Otra vez sembrar.