a Pablo
La
voz del chico recorrió el espacio, pero no llegó a los oídos del hombre que,
sentado en la arena, abrazado a sus piernas, miraba absorto la quietud
horizontal del mar. El chico volvió a gritar pero antes de que la voz llegara
al hombre la misma brisa que venía del Mediterráneo y movía de un lado a otro
las páginas del libro que el hombre tenía a su lado disolvía los sonidos del
mismo modo que disuelve los puñados de arena arrojados al aire. De pronto, la
brisa pareció detenerse un instante y el hombre y el chico ocuparon un lugar
más real en la playa.
—¡Eh,
abuelo! ¿Qué haces? –preguntó el chico llegando junto al hombre, con la voz
entrecortada por la carrera.
—Nada
–respondió el hombre.
De
cerca no era tan viejo como podría suponerse.
Al
parecer aquél era un tiempo en que las generaciones se sucedían con mayor
rapidez que en éste.
—¿Dormías
o acaso mirabas el mar?
—Soñaba
–contestó él.
El
chico buscó con sus ojos los del hombre, pero éstos siguieron sumidos en el
oleaje sumergido de los sueños y las miradas no se encontraron allí.
—¿Y
era lindo el sueño? –quiso saber el chico.
—Este
mar es tan tranquilo, tan dulce...
—Bueno,
a veces sí y a veces no –comentó el niño–. Claro que tú conoces el océano,
¿verdad, abuelo?
El
hombre arrugó su rostro en una mueca indescriptible y abrió las rodillas para
que el chico se metiera entre sus piernas. Éste se acurrucó y ambos enfrentaron
el mar, cuyo oleaje se estiraba perezosamente por la arena para luego volver a
su impasibilidad de siglos.
—Sí.
Es inmenso y violento, digo el océano, y sus olas, cuando llegan a la playa, son
tan grandes y poderosas que, si te descuidas, te arrojan a la arena y después
te arrastran mar adentro.
—¿Y
tú te viniste porque el océano es malo?
Antes
de responder el hombre acarició el pelo de su nieto, quien había vuelto su
rostro hacia él para que la pregunta no se confundiera con el rumor de la
marea.
—No,
no fue por el océano, sino por la guerra.
—Nunca
me contaste nada de esa guerra, abuelo.
A
la hora del ocaso el Mediterráneo se torna gris y un tenue vapor asciende
buscando cobijo en la bruma. Es como si la líquida inmensidad, ante la noche
próxima, sintiera un repentino pudor y quisiera evitar a los ojos humanos la
visión de los innúmeros sueños y naufragios que habitan sus profundidades.
—Fue
una guerra miserable, como todas las guerras. Pero además fue extraña, porque
nadie la vio o dijo verla de verdad.
—¿Quieres
decir que nunca viste los cañones, ni los tanques, ni los misiles...?
—Sí,
eso quiero decir.
Una
gaviota los sobrevoló por unos instantes y después continuó su vuelo por encima
de las dunas. La brisa se hizo fresca y el chico creyó percibir un ligero
temblor en el cuerpo de su abuelo. También su nombre pronunciado a la
distancia.
—Entonces
fue una guerra invisible, ¿eh, abuelo?
—Fue
una guerra extraña –repitió–. Durante el día la gente andaba por las calles
como si nada pasara, aunque procuraba llegar temprano a casa y no hablar con el
vecino. Nadie mencionaba la guerra, nadie sabía qué estaba sucediendo, salvo
que por la noche se oían los estruendos de las bombas y el chillido
desagradable de las sirenas y que por las mañanas comprobábamos que alguien
faltaba. Pero de algún modo el miedo se complicaba con el silencio y nadie
hablaba.
—¿Tampoco
veían los aviones?
—No.
Ya te digo, fue una guerra muy extraña, tanto que al Gobierno se le ocurrió
pensar que el enemigo se escondía entre los textos y mandó a los soldados que
rastrillaran la ciudad e incinerasen todos los libros que hallaran.
—Fue
cuando te dio miedo y te viniste.
La
cola de la marea lamió los pies del hombre y éste los encogió. La vasta
superficie del Mediterráneo había desaparecido envuelta en una niebla gris,
pesada, nocturnal. En la playa ya no se oían risa ni grito algunos y las ondas
de la última llamada materna hacía mucho rato que se habían disuelto en el vacío.
Sólo el ladrido de un perro adelantándose a su dueño cruzaba por ese instante.
—No
fue exactamente así –contestó el hombre incorporándose–. Un día, cómo
decírtelo, mi existencia quedó en suspenso, indecisa, entre el fuego y la imprenta,
y el hombre que había empezado la obra temió por sus papeles. Así fue como nos metió en una maleta y, al
cabo de un tiempo, una mañana de sol, nos continuó frente a este mar, que ahora
miramos pensando en el otro.
—Pero
yo nací aquí –advirtió el chico.
En
ese instante la marea avanzó sobre la playa con un estrépito de páginas y
sucedió la noche.
El
hombre, que hasta entonces, abstraído, soñaba mirando el mar, recogió el libro
y se marchó.