A cien años de la Revolución de Octubre ¿Se acabaron las revoluciones? ¿Por qué el hombre
de hoy no siente el impulso de rebelarse contra el poder? ¿Realmente ha perdido
toda esperanza? ¿De dónde nace su indiferencia y se somete resignado a lo que
el poder económico llama “leyes del mercado”? ¿Es posible una revolución como
aquella que hace cien años sacudió el poder burgués e hizo temblar los
cimientos del capitalismo?
Al cumplirse cien años de la Revolución de Octubre que avivó la mayor confrontación ideológica vivida por la humanidad situando al proletariado en el epicentro de la historia, todo parece olvidado y las banderas de la solidaridad y la fraternidad se deshilachan en desvanes junto a las herramientas obsoletas de viejos oficios.
La Revolución estadounidense de 1776 -mal llamada
Revolución americana- abrió la era de las emancipaciones coloniales bajo la
bandera del libre comercio, precediendo a la Revolución francesa de 1789, que, bajo
el mismo ideario, liquidó el Antiguo Régimen consolidando la democracia
parlamentaria burguesa sobre los pilares de los tres poderes. Sin embargo, a
pesar del lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y de la Declaración de los
Derechos del Hombre, éste no era el centro del propósito revolucionario sino
los territorios considerados como enclaves comerciales para dar salida a la
vasta producción generada por la Revolución industrial. En otras palabras, las
guerras de emancipación -entre ellas las hispano-americanas- no fueron libradas
por la libertad de los ciudadanos que habitaban los territorios colonizados sino por la libertad de comercio en contra del
monopolio mercantil que ejercían las metrópolis coloniales. Fueron estas
confrontaciones las primeras guerras de ocupación y control del capitalismo,
que derivaron a principios del siglo XX en la Primera Guerra Mundial cuando las
nuevas potencias entraron en colisión para disputarse el lebensraum -espacio vital-, concepto formulado por el geógrafo
alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX y que fundamentaría las
políticas expansionistas germanas de Otto von Bismarck y Adolf Hitler.
Pronto, en este estadio del desarrollo capitalista a
escala internacional liderado por unas pocas potencias, las burguesías locales
reaccionaron generando conflictos que a la vez que tendían a liquidar los
restos de los antiguos imperios y reinos -algunos de los cuales, como el Reino
Unido, supieron reconvertirse en “monarquías constitucionales”- oponían sus
revoluciones nacionales Para las
burguesías domésticas se trataba de organizar sus propios espacios de mercadeo
eliminando las múltiples y pequeñas competencias que suponían las entidades
regionales. La alianza del universalismo ideológico con los particularismos
nacionales, sublimados por el romanticismo novocentista, dio como resultado el
Estado-nación cristiano, el cual nunca pudo neutralizar del todo sus tensiones
internas.
El estallido de la Revolución de Octubre de 1917, en
el fragor de la Primera Guerra Mundial, supuso la intervención de las masas campesinas
y obreras que se abanderaron detrás de su propia condición de clase
trascendiendo los ideales del patriotismo burgués capitalista que sólo los
tenía como carne de cañón para sus disputas territoriales. Esto viene a
explicar en parte el pacto Ribbentrop-Mólotov y luego la alianza de la URSS con
Occidente, que determinó la caída del Tercer Reich.
El estatuto imperial de Yalta abocó a los Estados de
todo el planeta a que durante más de cuarenta años se vieran obligados a
alinearse con alguno de los dos bloques ideológicos que hegemonizaban las
relaciones internacionales, lo cual suponía una fuerte presión para la
soberanía y la identidad de los Estado-nación. Debido a esta presión surge el
Movimiento de No Alineados como un esfuerzo testimonial de numerosos pueblos de
contar con una identidad propia en el contexto mundial, al mismo tiempo que las
grandes potencias alentaban las “guerras de liberación nacional” dentro de las
zonas “amparadas” por el bloque adversario.
Como parte de una soberbia campaña propagandística, el
capitalismo occidental impulsó el Estado de bienestar e inició un efectivo
proceso de desactivación del espíritu de lucha de la clase trabajadora para el
que se valió de numerosas herramientas, desde la inducción al consumo compulsivo
hasta el uso de recursos propagandísticos en los que se priorizaban los
objetivos sobre los medios, sin reparar en los límites éticos; medios que los
filósofos de la Escuela de Frankfurt convinieron en llamar “razón instrumental”.
Asimismo, al final de la Segunda Guerra Mundial, en el
seno de la ONU se constituyó la OIT (Organización Internacional del Trabajo)
que institucionalizó el sindicalismo como pieza fundamental de las relaciones
sociales, económicas y políticas. Sin embargo, en el contexto de la Guerra
Fría, en los países del Este el sindicalismo fue absorbido por el aparato del
Estado comunista y en Occidente se propició su fragmentación ideológica y política
que debilitó el movimiento en la misma medida que aumentaban el compromiso y la
colaboración sindicales con el desarrollo industrial presidido por el
capitalismo, de modo que en las primeras décadas del siglo XXI, las
organizaciones obreras no sólo aparecen muy lejos de la consigna que abogaba
por la unidad y la solidaridad entre los proletarios del mundo, sino que
funcionan como pieza burocrática del sistema y, por tanto, resultan incapaces
de liderar la lucha de los trabajadores contra el capitalismo neoliberal que
amenaza con barrer todas las conquistas sociales que conforman el Estado de
bienestar.
Tras las caídas del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS
en 1991, el capitalismo, ya sin oponente ideológico, aceleró lo que se
definiría como “nuevo orden mundial” cuyo pilar fundamental es la economía
globalizada, al mismo tiempo que las macro unidades político-administrativas se
desintegraban al ritmo de las reacciones nacionalistas. El estallido de estas
minorías, justificado por razones étnicas, religiosas, económicas o por mero
temor a perder su identidad nacional ha dado pábulo a cruentas confrontaciones
armadas y espeluznantes matanzas o a meras teatralizaciones (como la reciente
declaración “en suspenso” de la República de Catalunya) que buscan solapar las
miserias de sus oligarquías dirigentes y que, en cualquier caso, favorecen al
poder económico mundial en su propósito de debilitar al Estado-nación a través
de las entidades que marcan las estrategias político-económicas (FMI, Banco
Mundial, GATT, OCDE, etc.) orientadas al trasvase de la actividad económica y
de gran parte de los servicios públicos al sector privado, dominado por las
grandes compañías multinacionales.
En este sentido, el Estado-nación desde los años
ochenta ha venido siendo aligerado de patrimonio y responsabilidades reduciendo
su papel al de gestor local de los intereses económicos multinacionales y,
sobre todo, al de agente legitimador de dichos intereses mediante leyes
promovidas por una clase política dominada por la tecnocracia economicista
alejada de los genuinos intereses políticos y, sobre todo, insensible a las
necesidades y el bienestar de la ciudadanía.
Ésta, por su parte, ha ido perdiendo progresivamente
su capacidad de respuesta y, en tanto clase trabajadora, su espíritu de lucha.
El capitalismo no sólo controla la economía, la política y el aparato represivo
del Estado, sino también la cultura. A través de los medios de comunicación,
los ideólogos del capitalismo han creado una realidad falsa y, manipulando la
opinión pública, han anulado o adormecido el sentido crítico y las capacidades
creativas del individuo, convirtiéndolo en lo que Marcuse llamó “el hombre
unidimensional”.
Para el sociólogo francés Émile Durkheim, el hombre de
la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la
anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que
constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista,
es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo
emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes
leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado
en el infierno y cree que para él ya no hay revolución posible. En estos días
en que se conmemora el centenario de la Revolución de Octubre de 1917, vaya
como patético ejemplo la movilización y huelga convocada por sindicatos
catalanes no para luchar contra los avances del poder sobre los derechos de los
trabajadores escandalosamente conculcados o por un cambio de sistema a fin a
sus intereses de clase, sino para apoyar a la oligarquía local en la ilusoria
creencia de que basta con una república presidida por ella para solucionar todos
sus males. ¿Significa esto que ya no hay revolución posible? Es de esperar que
no, pues de ser así la civilización misma estaría condenada a su fin y la clase
obrera nunca irá al paraíso.