martes, 21 de septiembre de 2021

SOBRE "EN LA NOCHE YERMA"

 "En la noche yerma", de Antonio Tello, es un libro que el tiempo no tardará en convertir en un poemario capital. En él, el argentino despliega, como si fuera la primera vez que eso se hace, una mirada profética sobre el mundo, que paraliza y silencia a quien la percibe, como si después de su lectura poco o nada nuevo se pudiera ya decir. El mejor de sus libros, sin duda alguna, y uno de los mejores publicados en los últimos cinco años. 

Carlos Morales del Coso. Fb. 21 de septiembre de 2021.

sábado, 6 de junio de 2020

LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD



Al parecer fueron Platón y Aristóteles los primeros en reflexionar sobre la noción de  libertad y desde entonces los filósofos no han dejado de hacerlo dejando tras sí dos concepciones fundamentales. Una de ellas entiende la libertad como un derecho natural del ser humano y la otra como una forma de no dominación, de acuerdo con la cual una comunidad puede regirse sin interferencias de otras comunidades y en cuyo seno los individuos obran acordes con leyes propias.
La primera es la que sustenta la tradición liberal, que al interpretar la libertad como un derecho natural del individuo sostiene que no cabe poner interferencias a su voluntad, de modo que las leyes deben favorecer tal voluntad. Por su parte, la libertad de cuño republicano parte de la idea de no dominación de unos individuos sobre otros, lo que viene a significar que la libertad individual no existe en sí misma sino como expresión de la libertad colectiva considerada como un todo.
Ahora bien, desde la Revolución industrial del siglo XVIII, cuyos correlatos políticos fueron las Revoluciones estadounidense y francesa, acabó imponiéndose la concepción liberal como sostén ideológico del capitalismo. Por este camino se adoptaron principios del darwinismo social que acepta las desigualdades sociales o el racismo para justificar el expansionismo, primero colonial y luego imperialista. Es así que, en el contexto contemporáneo dominado por la corriente liberal, la libertad política se plantea a partir de la espacialidad determinada por el desarrollo económico y la hegemonía cultural y política de una clase o de un Estado en detrimento de las virtudes cívicas y de la justicia, las cuales son convertidas en mecanismos para incrementar los beneficios de las grandes corporaciones o de los llamados “mercados”. Este vaciamiento de las virtudes ciudadanas –amor al semejante, a la patria, respeto a las leyes- está orientado a crear  un sistema de prácticas morales más adecuado a la moderna sociedad mercantil. Desde esta perspectiva se observa cómo los derechos individuales, entre ellos los de expresión u opinión, se degradan progresivamente minusvalorando otras virtudes, como la prudencia, la responsabilidad, el respeto al otro.
Si a mediados del siglo pasado, la sociedad de control –concepto acuñado por Michel Foucault- se valía para los propósitos del poder de los medios de comunicación de masas utilizando lo que los filósofos de la Escuela de Frankfurt llamaban “razón instrumental”, piedra angular de lo que acabaría por llamarse “pos verdad”, entrado el siglo XXI, sumó a sus herramientas instrumentales a millones de individuos, especialmente a través de las redes sociales, que creen estar haciéndose oír y valer sus “derechos naturales”.
En este marco de alienación individual, desorden social, banalización del saber y desconocimiento del valor de la comunidad como grupo humano, la razón y el pensamiento reflexivo han perdido terreno frente al subjetivismo, la relatividad y, especialmente, la ignorancia. Sobre estos pilares, las “percepciones” se anteponen a las experiencias científicas y a las evidencias biológicas y geográficas. Desde tales “percepciones” se niegan la degradación del clima y de los ecosistemas naturales, e incluso la esfericidad de la Tierra o se afirma que los sexos del ser humano son “construcciones culturales”. 
Cualquiera, sin más saber que el procedente de su “percepción”, opina, poniéndose por encima o a la altura de los especialistas,  sobre cualquier materia o asunto, sean éstos de  física cuántica, medicina, fútbol, y hasta sobre la lengua que hablamos procurando “nuevos lenguajes” que enuncien y representen las particularidades y las realidades percibidas. Así, sin pudor, rigor ni responsabilidad, opiniones que no deberían trascender los límites de una charla privada o discusión de bar son elevadas a la categoría pública provocando réplicas dañinas que, al mismo tiempo que degradan los derechos individuales, corrompen la libertad y socavan los cimientos éticos de nuestra civilización también, en casos como el de la pandemia del Covi19, ponen en peligro la vida de millones de personas.
Por todo esto es fundamental que la persona libre desarrolle su lucidez y su inteligencia crítica y se haga preguntas simples, propias de una mente libre, capaces de apartar de su pensamiento la charlatanería de los irresponsables; preguntas que la rescaten de las sombras y devuelvan la comunidad a la luz.


[Artículo publicado en El Corredor Mediterráneo del 15/04/2020]

martes, 26 de mayo de 2020

LA GUERRA INVISIBLE

                                                                                        a Pablo

La voz del chico recorrió el espacio, pero no llegó a los oídos del hombre que, sentado en la arena, abraza­do a sus piernas, miraba absorto la quietud horizontal del mar. El chico volvió a gritar pero antes de que la voz llegara al hombre la misma brisa que venía del Me­diterráneo y movía de un lado a otro las páginas del libro que el hombre tenía a su lado disolvía los sonidos del mismo modo que disuelve los puñados de arena arrojados al aire. De pronto, la brisa pareció detenerse un instante y el hombre y el chico ocuparon un lugar más real en la playa.
—¡Eh, abuelo! ¿Qué haces? –preguntó el chico llegando junto al hombre, con la voz entrecortada por la carrera.
—Nada –respondió el hombre.
De cerca no era tan viejo como podría suponerse.
Al parecer aquél era un tiempo en que las generaciones se sucedían con mayor rapidez que en éste.
—¿Dormías o acaso mirabas el mar?
—Soñaba –contestó él.
El chico buscó con sus ojos los del hombre, pero éstos siguieron sumidos en el oleaje sumergido de los sueños y las miradas no se encontraron allí.
—¿Y era lindo el sueño? –quiso saber el chico.
—Este mar es tan tranquilo, tan dulce...
—Bueno, a veces sí y a veces no –comentó el niño–. Claro que tú conoces el océano, ¿verdad, abuelo?
El hombre arrugó su rostro en una mueca indes­criptible y abrió las rodillas para que el chico se metiera entre sus piernas. Éste se acurrucó y ambos enfrentaron el mar, cuyo oleaje se estiraba perezosamente por la arena para luego volver a su impasibilidad de siglos.
—Sí. Es inmenso y violento, digo el océano, y sus olas, cuando llegan a la playa, son tan grandes y pode­rosas que, si te descuidas, te arrojan a la arena y des­pués te arrastran mar adentro.
—¿Y tú te viniste porque el océano es malo?
Antes de responder el hombre acarició el pelo de su nieto, quien había vuelto su rostro hacia él para que la pregunta no se confundiera con el rumor de la marea.
—No, no fue por el océano, sino por la guerra.
—Nunca me contaste nada de esa guerra, abuelo.
A la hora del ocaso el Mediterráneo se torna gris y un tenue vapor asciende buscando cobijo en la bruma. Es como si la líquida inmensidad, ante la noche próxi­ma, sintiera un repentino pudor y quisiera evitar a los ojos humanos la visión de los innúmeros sueños y naufragios que habitan sus profundidades.
—Fue una guerra miserable, como todas las gue­rras. Pero además fue extraña, porque nadie la vio o dijo verla de verdad.
—¿Quieres decir que nunca viste los cañones, ni los tanques, ni los misiles...?
—Sí, eso quiero decir.
Una gaviota los sobrevoló por unos instantes y des­pués continuó su vuelo por encima de las dunas. La brisa se hizo fresca y el chico creyó percibir un ligero temblor en el cuerpo de su abuelo. También su nom­bre pronunciado a la distancia.
—Entonces fue una guerra invisible, ¿eh, abuelo?
—Fue una guerra extraña –repitió–. Durante el día la gente andaba por las calles como si nada pasara, aunque procuraba llegar temprano a casa y no hablar con el vecino. Nadie mencionaba la guerra, nadie sabía qué estaba sucediendo, salvo que por la noche se oían los estruendos de las bombas y el chillido desagradable de las sirenas y que por las mañanas comprobábamos que alguien faltaba. Pero de algún modo el miedo se complicaba con el silencio y nadie hablaba.
—¿Tampoco veían los aviones?
—No. Ya te digo, fue una guerra muy extraña, tanto que al Gobierno se le ocurrió pensar que el enemigo se escondía entre los textos y mandó a los soldados que rastrillaran la ciudad e incinerasen todos los libros que hallaran.
—Fue cuando te dio miedo y te viniste.
La cola de la marea lamió los pies del hombre y éste los encogió. La vasta superficie del Mediterráneo había desaparecido envuelta en una niebla gris, pesada, noc­turnal. En la playa ya no se oían risa ni grito algunos y las ondas de la última llamada materna hacía mucho rato que se habían disuelto en el vacío. Sólo el ladrido de un perro adelantándose a su dueño cruzaba por ese instante.
—No fue exactamente así –contestó el hombre incorporándose–. Un día, cómo decírtelo, mi existencia quedó en suspenso, indecisa, entre el fuego y la im­prenta, y el hombre que había empezado la obra temió por sus papeles. Así fue como nos metió en una maleta y, al cabo de un tiempo, una mañana de sol, nos conti­nuó frente a este mar, que ahora miramos pensando en el otro.
—Pero yo nací aquí –advirtió el chico.
En ese instante la marea avanzó sobre la playa con un estrépito de páginas y sucedió la noche.
El hombre, que hasta entonces, abstraído, soñaba mirando el mar, recogió el libro y se marchó.



domingo, 22 de julio de 2018

EL VIAJE DE OUMAR*



Dos hombres y un niño cayeron al mar. Oumar les vio alzar sus brazos y luego hundirse en la oscuridad. Decenas de ojos vieron lo mismo que él y, como luciérnagas desorientadas, se buscaron entre sí en un inútil gesto de mutua protección. Las estrellas son ventanas por donde las almas alcanzan el Paraíso, le había dicho su padre. Pero si en esos momentos Oumar hubiera podido pensar, habría pensado que Alá las había puesto demasiado lejos para los bambara. Tan lejos como, ahora, cuando la mandíbula de una ola se rompía encima de la barca dejándoles un regusto a sal y sed, se hallaba él de la ciudad de las promesas.
Hacia el amanecer, las corvas del agua se estiraban perezosas y una mujer acallaba con su pecho el llanto de su hijo. Durante unos minutos, la débil succión del niño pareció adormecerse con el sonido de la proa abriendo el agua. Ante el mar aplacado por el sol, Oumar cerró los ojos y bajo los párpados no vio diferencia entre ese día y un día de verano en la aldea. Pero él sabía que las escamas de luz del río no eran iguales a las especulaciones del mar.
Con dificultad libró su cuerpo de los otros cuerpos que lo rodeaban y se puso en pie. La brisa caliente le secó el sudor de la piel y el reflejo le impidió ver más allá de esa frontera tras la cual las aguas parecían caer a un abismo que él sabía inexistente y aun así lo llenaba de temor. Trató de humedecer sus labios agrietados y sólo consiguió que la sal los incendiara. De pie, desde su estatura, Oumar contempló con un sentimiento fraternal la apretada masa humana de la que era parte y cuyo corazón parecía latir al unísono con el suyo. Como peces capturados, se dijo. Resistir al mar y llegar a cualquier playa situada en el antepecho de alguna ciudad. Entrar en ella, recorrer sus calles y entregarse a los dioses de la prosperidad era la meta. La suya, como hijo primogénito, era mandar dinero para el sustento familiar.
El mar se mecía oscuro e indiferente a la violencia de la luz del mediodía. El continuo zigzag de los cardúmenes; la aparición de peces voladores que exhibían su habilidad y volvían a sumergirse, y de delfines que se acercaban al barco como esperando que los hombres jugaran con ellos eran pequeñas pulsiones de la naturaleza del mar. Nadie, sin embargo, prestaba atención a ese espectáculo. El aire reverberaba y la sed provocaba en los navegantes un hormigueo de espejismos. Todos parecían entregados a sus propias visiones, cuando dos tripulantes armados salieron a la cubierta y decenas de manos se alzaron hacia ellos pidiéndoles agua. También Oumar levantó su mano esperando su jarro,  pero el hombre que iba a dárselo se detuvo ante la mujer que, como ausente, intentaba meter su pezón en la boca del hijo. El hombre le gritó. El niño hacía horas que estaba muerto o casi muerto y el hombre, insultándola, se lo arrancó de los brazos y lo arrojó al mar. Ella sólo abrió la boca sin emitir ni el más leve sonido. Sus ojos secos interrogaron al hombre y luego miraron hacia el pequeño bulto que, por un momento flotó sobre las aguas y luego, tras un ligero vaivén, empezó a hundirse seguido por un torbellino de minúsculas luces plateadas. Casi enseguida, otro cadáver fue lanzado por la borda y durante un rato, mientras bebía cuatro escasos tragos de agua, Oumar lo vio quedarse atrás como asido a la estela de la embarcación.
Todos sintieron un gran alivio cuando el viento cambió y empezó a llegarles con intermitencias la fina llovizna que provocaba la proa al chocar de frente con las olas. Oumar, sin embargo, cuidó de que esa lluvia no le mojara los labios que otros, para su mal, lamían con desesperación. Se quitó la camiseta para cubrirse la cabeza y la espalda, y se sentó encajado entre dos hombres. No le importó esa forzada inmovilidad. Creía que mientras menos se moviera más probabilidades tenía de llegar y se durmió o creyó dormirse pensando en su familia. Oumar vio a su padre, un viejo griot, narrando y cantando, acompañado de la kora, las viejas historias de su nación, a su madre, a su mujer y a sus hijos cultivando maíz en las tierras magras de la aldea. Se preguntó si resistirían hasta que él empezase a enviarles ayuda. Los hombres del barco le habían dicho que llegarían en un día, pero él ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaban en el mar. Alá no podía abandonarlo. Había gastado hasta el último céntimo para alcanzar la ciudad de las promesas.
Era ya de noche cuando despertó. La piel le ardía como si el sol aún la estuviera lacerando. La mujer que había perdido a su hijo no se había movido de su lugar y. mirando un punto, acaso un lugar, que no estaba en la embarcación, acariciaba con ternura las cabezas de los dos hombres que mamaban de sus pechos. De pronto el barco aminoró la marcha. Oumar se puso de pie con esfuerzo y miró por la borda. A lo lejos creyó ver luces que aparecían y desaparecían detrás de las olas. Pararon las máquinas y el barco fue deteniéndose poco a poco. En el silencio que se hizo oyeron el motor de una lancha que se acercaba velozmente. Oumar pensó que los habían descubierto. Un murmullo de ansiedad recorrió la embarcación en el momento en que los tripulantes armados se asomaron a la cubierta flanqueando al patrón. Lo que dijo fue brutal. Se alzaron algunas voces. Ese no era el trato. Pero el patrón y sus hombres, ignorando las protestas, subieron a la lancha recién llegada y los abandonaron.
Oumar no se desespera. Sólo se dice que Alá no permitirá que los malvados se salgan con la suya. Pero Oumar sabe, por lo que ha vivido en su tierra, que, aunque su fe en Alá sea grande, la justicia es ciega y no puede ver dónde se esconden los malvados. Oumar sabe que si ellos no hacen algo, morirán. Pero qué hacer cuando están sin combustible, al pairo y a la deriva. Sólo cabe esperar que un barco o los guardacostas los encuentren. Y esperan.
Si la primera noche vio como hermanos a esos hombres y mujeres hacinados, ahora, en la desesperanza, los ve y se ve como peces atrapados en una red. Agotado por el balanceo, cierra los ojos, deja que su cabeza se venza sobre el pecho y de pie trata de dormir. Mientras espera el sueño recuerda el día en que su padre lo llevó por primera vez a pescar con los adultos y le enseñó a lanzar la red al río y luego a arrastrarla a la orilla cargada de peces. Decenas de reflejos plateados boqueando y dando coletazos mientras los hombres los echan a cestos de juncos. De pronto recuerda a su tío llegando a la casa con una bolsa donde trae la mano que le habían cortado los tuaregs. El recuerdo aún huele a sangre y carne en descomposición y trata de alejarlo imaginando a su mujer y a sus hijos. Se esfuerza en verlos, pero en la oscuridad sólo los oye respirar.
* Este cuento pertenece al libro "Voces del fuego" (inédito)

martes, 14 de noviembre de 2017

A 100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

A cien años de la Revolución de Octubre ¿Se acabaron las revoluciones? ¿Por qué el hombre de hoy no siente el impulso de rebelarse contra el poder? ¿Realmente ha perdido toda esperanza? ¿De dónde nace su indiferencia y se somete resignado a lo que el poder económico llama “leyes del mercado”? ¿Es posible una revolución como aquella que hace cien años sacudió el poder burgués e hizo temblar los cimientos del capitalismo?



Al cumplirse cien años de la Revolución de Octubre que avivó la mayor confrontación ideológica vivida por la humanidad situando al proletariado en el epicentro de la historia, todo parece olvidado y las banderas de la solidaridad y la fraternidad se deshilachan en desvanes junto a las herramientas obsoletas de viejos oficios.
La Revolución estadounidense de 1776 -mal llamada Revolución americana- abrió la era de las emancipaciones coloniales bajo la bandera del libre comercio, precediendo a la Revolución francesa de 1789, que, bajo el mismo ideario, liquidó el Antiguo Régimen consolidando la democracia parlamentaria burguesa sobre los pilares de los tres poderes. Sin embargo, a pesar del lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y de la Declaración de los Derechos del Hombre, éste no era el centro del propósito revolucionario sino los territorios considerados como enclaves comerciales para dar salida a la vasta producción generada por la Revolución industrial. En otras palabras, las guerras de emancipación -entre ellas las hispano-americanas- no fueron libradas por la libertad de los ciudadanos que habitaban los territorios colonizados  sino por la libertad de comercio en contra del monopolio mercantil que ejercían las metrópolis coloniales. Fueron estas confrontaciones las primeras guerras de ocupación y control del capitalismo, que derivaron a principios del siglo XX en la Primera Guerra Mundial cuando las nuevas potencias entraron en colisión para disputarse el lebensraum -espacio vital-, concepto formulado por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX y que fundamentaría las políticas expansionistas germanas de Otto von Bismarck y Adolf Hitler.
Pronto, en este estadio del desarrollo capitalista a escala internacional liderado por unas pocas potencias, las burguesías locales reaccionaron generando conflictos que a la vez que tendían a liquidar los restos de los antiguos imperios y reinos -algunos de los cuales, como el Reino Unido, supieron reconvertirse en “monarquías constitucionales”- oponían sus revoluciones nacionales  Para las burguesías domésticas se trataba de organizar sus propios espacios de mercadeo eliminando las múltiples y pequeñas competencias que suponían las entidades regionales. La alianza del universalismo ideológico con los particularismos nacionales, sublimados por el romanticismo novocentista, dio como resultado el Estado-nación cristiano, el cual nunca pudo neutralizar del todo sus tensiones internas.
El estallido de la Revolución de Octubre de 1917, en el fragor de la Primera Guerra Mundial, supuso la intervención de las masas campesinas y obreras que se abanderaron detrás de su propia condición de clase trascendiendo los ideales del patriotismo burgués capitalista que sólo los tenía como carne de cañón para sus disputas territoriales. Esto viene a explicar en parte el pacto Ribbentrop-Mólotov y luego la alianza de la URSS con Occidente, que determinó la caída del Tercer Reich.
El estatuto imperial de Yalta abocó a los Estados de todo el planeta a que durante más de cuarenta años se vieran obligados a alinearse con alguno de los dos bloques ideológicos que hegemonizaban las relaciones internacionales, lo cual suponía una fuerte presión para la soberanía y la identidad de los Estado-nación. Debido a esta presión surge el Movimiento de No Alineados como un esfuerzo testimonial de numerosos pueblos de contar con una identidad propia en el contexto mundial, al mismo tiempo que las grandes potencias alentaban las “guerras de liberación nacional” dentro de las zonas “amparadas” por el bloque adversario.
Como parte de una soberbia campaña propagandística, el capitalismo occidental impulsó el Estado de bienestar e inició un efectivo proceso de desactivación del espíritu de lucha de la clase trabajadora para el que se valió de numerosas herramientas, desde la inducción al consumo compulsivo hasta el uso de recursos propagandísticos en los que se priorizaban los objetivos sobre los medios, sin reparar en los límites éticos; medios que los filósofos de la Escuela de Frankfurt convinieron en llamar  “razón instrumental”.
Asimismo, al final de la Segunda Guerra Mundial, en el seno de la ONU se constituyó la OIT (Organización Internacional del Trabajo) que institucionalizó el sindicalismo como pieza fundamental de las relaciones sociales, económicas y políticas. Sin embargo, en el contexto de la Guerra Fría, en los países del Este el sindicalismo fue absorbido por el aparato del Estado comunista y en Occidente se propició su fragmentación ideológica y política que debilitó el movimiento en la misma medida que aumentaban el compromiso y la colaboración sindicales con el desarrollo industrial presidido por el capitalismo, de modo que en las primeras décadas del siglo XXI, las organizaciones obreras no sólo aparecen muy lejos de la consigna que abogaba por la unidad y la solidaridad entre los proletarios del mundo, sino que funcionan como pieza burocrática del sistema y, por tanto, resultan incapaces de liderar la lucha de los trabajadores contra el capitalismo neoliberal que amenaza con barrer todas las conquistas sociales que conforman el Estado de bienestar.
Tras las caídas del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS en 1991, el capitalismo, ya sin oponente ideológico, aceleró lo que se definiría como “nuevo orden mundial” cuyo pilar fundamental es la economía globalizada, al mismo tiempo que las macro unidades político-administrativas se desintegraban al ritmo de las reacciones nacionalistas. El estallido de estas minorías, justificado por razones étnicas, religiosas, económicas o por mero temor a perder su identidad nacional ha dado pábulo a cruentas confrontaciones armadas y espeluznantes matanzas o a meras teatralizaciones (como la reciente declaración “en suspenso” de la República de Catalunya) que buscan solapar las miserias de sus oligarquías dirigentes y que, en cualquier caso, favorecen al poder económico mundial en su propósito de debilitar al Estado-nación a través de las entidades que marcan las estrategias político-económicas (FMI, Banco Mundial, GATT, OCDE, etc.) orientadas al trasvase de la actividad económica y de gran parte de los servicios públicos al sector privado, dominado por las grandes compañías multinacionales.
En este sentido, el Estado-nación desde los años ochenta ha venido siendo aligerado de patrimonio y responsabilidades reduciendo su papel al de gestor local de los intereses económicos multinacionales y, sobre todo, al de agente legitimador de dichos intereses mediante leyes promovidas por una clase política dominada por la tecnocracia economicista alejada de los genuinos intereses políticos y, sobre todo, insensible a las necesidades y el bienestar de la ciudadanía.
Ésta, por su parte, ha ido perdiendo progresivamente su capacidad de respuesta y, en tanto clase trabajadora, su espíritu de lucha. El capitalismo no sólo controla la economía, la política y el aparato represivo del Estado, sino también la cultura. A través de los medios de comunicación, los ideólogos del capitalismo han creado una realidad falsa y, manipulando la opinión pública, han anulado o adormecido el sentido crítico y las capacidades creativas del individuo, convirtiéndolo en lo que Marcuse llamó “el hombre unidimensional”.
Para el sociólogo francés Émile Durkheim, el hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista, es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado en el infierno y cree que para él ya no hay revolución posible. En estos días en que se conmemora el centenario de la Revolución de Octubre de 1917, vaya como patético ejemplo la movilización y huelga convocada por sindicatos catalanes no para luchar contra los avances del poder sobre los derechos de los trabajadores escandalosamente conculcados o por un cambio de sistema a fin a sus intereses de clase, sino para apoyar a la oligarquía local en la ilusoria creencia de que basta con una república presidida por ella para solucionar todos sus males. ¿Significa esto que ya no hay revolución posible? Es de esperar que no, pues de ser así la civilización misma estaría condenada a su fin y la clase obrera nunca irá al paraíso.

jueves, 10 de noviembre de 2016

PRÓCERES ANÓNIMOS

En 2001, el periódico La Ribera me solicitó un artículo para su edición conmemorativa del 215º aniversario de la fundación de Río Cuarto. Ahora, al celebrarse el 230º aniversario de la fundación de Río Cuarto publico nuevamente aquel escrito, pues conviene recordar que las ciudades nos las crean y desarrollan sólo los consagrados al mármol, sino también aquellos ciudadanos anónimos que con su esfuerzo y civilidad son capaces de levantar sus casas, trazar las calles y hacer de la solidaridad un culto a la buena vecindad, fundamentos sobre los que se asientan las grandes urbes.

Nota publicada en el periódico "La Ribera" en noviembre de 2001


DESDE EL FONDO DEL ALBERDI
Por Antonio Tello

Río Cuarto. Siempre me he preguntado cómo es que esta ciudad mantiene este nombre de naturaleza ordinal. Siempre me he preguntado cómo ha superado esta denominación que tiene más de inventario geográfico que de topónimo.
Siempre me he dicho que Río Cuarto debería haber recuperado el nombre original del territorio y llamarse Urumpta. Pronunciamos Urumpta y es como un latido del interior de la tierra. Sí, Urumpta. Tal vez por esto, porque suena a antiguo retumbo, es que la ciudad late en mi memoria. Aún con el nombre de Río Cuarto. Aún en medio de la pampa, donde según Borges un punto es igual a otro, reconozco en Río Cuarto ese punto nuclear; ese lugar equidistante entre el trópico y el polo, entre la cordillera y el mar. El corazón.
A Río Cuarto llegué con mi familia hacia 1956 o 57. Habíamos salido de mi Villa Dolores natal y pasado por Piedra Blanca-Merlo y el Cerro Áspero, una mina de tungsteno próxima a Santa Rosa de Calamuchita. Aquí, gracias a mi padre, viví uno de esos momentos en los que un niño puede sentirse el señor del Universo.
Mi padre, que era el encargado de la usina del campamento, solía llevarme con él de vez cuando, para que lo viera arrancar los «caterpillar» y poner en funcionamiento las dinamos que generaban la electricidad. Yo contemplaba siempre asombrado cómo aquellos inmensos motores se ponían en funcionamiento y después cómo él se acercaba a un largo tablero lleno de relojes y palanquitas, bajaba una de éstas y la luz se hacía. En una ocasión comprobé que, cuando él bajaba «la palanquita de la luz», detrás del tablero se producía una sucesión de relámpagos y una breve centella se hundía en la tierra. Fue algo asombroso, pero todavía faltaba algo mayor. Un atardecer, después de encender los motores, mi padre se acercó al tablero y, volviéndose hacia mí, me dijo: «venga hijo ¿quiere hacerlo?». El corazón me dio un golpe. Mientras, él acercó un banquito al tablero y me hizo subir para que alcanzara la palanca. «Bájela, no tenga miedo». Lo tenía, pero la bajé y entonces vi como un milagro encenderse las luces del campamento. Todos tenemos en la vida un instante crucial que nos marca y nos perfila para siempre y creo que el mío fue aquel en que encendí la luz del campamento del Cerro Áspero. Poco tiempo después, las luces empezaron a apagarse y, antes de que lo hiciera la última, mis padres me enviaron a mí y a Luis, mi hermano, a Río Cuarto, a casa de unos amigos. Los Becerra.
Los Becerra vivían en el Alberdi, en la calle Liniers. Don Andrés y doña María tenían un hijo llamado Atilio, a quien mandaban a estudiar acordeón con Eugenio Robinet y que después acompañó a «Pepito Pomponio Tondo y su gran orquesta» a darle alegría al cuerpo por los pueblos del entorno. De doña María recuerdo sus guisos de hígado con harina y de don Andrés su asombrosa facultad para calcular mentalmente cualquier operación aritmética no sabiendo leer ni escribir. Ya por entonces me preguntaba cómo hacía ese hombre para imaginar los números y conocer las secretas reglas del cálculo. Claro que ahora también me pregunto cómo pensaban los seres humanos antes del número cero, que los mayas recién inventaron en el siglo IV y los hindúes doscientos años más tarde. También me pregunto cómo los hititas podían pensar en el mañana si su idioma carecía de tiempo futuro. En fin, que fui a parar a la escuela Nicolás Avellaneda para acabar el primario y viví con los Becerra hasta que llegaron mis padres con el resto de los hermanos.
Mi padre compró entonces un terreno al fondo del Alberdi, casi donde acababa la Vicente López, en ese sector donde la ciudad se confundía con los médanos y, no sin esfuerzo, levantamos la primera casa que tuvimos, en el pasaje Sánchez de Loria. Era pequeña, humilde y con un hermoso aromo en el patio, que mi madre, doña Pabla, no tardó en llenar de plantas y flores, como haría con los patios de sus posteriores casas. Por supuesto, las calles del fondo del Alberdi no estaban asfaltadas, no había luz, teléfono, ni agua corriente. Aquí Río Cuarto estaba sin hacer. Mi padre era uno de esos tipos que creían en el futuro y esa palabra estaba asociada a otra fundamental: progreso. Lo digo, porque a las ciudades no las hacen sólo patricios y próceres que figuran en los anales, sino también muchos individuos como él, sin aspiraciones al bronce, que nutren el paisaje humano con ilusiones y un empeño a prueba de sudores. Lo primero que hizo mi padre, don Humberto, fue una prospección para el agua y localizar las mejores napas freáticas para colocar una bomba, de la que después empezaron a sacar agua potable algunos vecinos próximos. Después se impuso la luz y, como la gente no quería pagar el tendido eléctrico, él mismo lo sufragó con sus escasos ingresos y tuvimos luz. El siguiente paso fue el teléfono, cuyo número me parece que es el mismo que mantiene todavía mi madre. También en Villa Dolores había sido uno de los primeros en tener teléfono y hasta recuerdo que, en nuestra céntrica casa de la calle Hormaeche 58, teníamos el número 49.
En aquel territorio fronterizo, a dos o tres calles de donde nos habíamos instalado, había una casa prohibida y como tal me atraía poderosamente. Hacia ella veía pasar cada tarde coquetas mujeres de cruda belleza. ¡Qué hermosas eran las putas de la Gorda Fiorda! Al pasar nos miraban con condescendiente picardía y nos saludaban con un guiño de rimmel y colorete, para bronca de mi madre. Con mi hermano Luis y otros chicos del barrio nos íbamos de vez en cuando a espiar la casa, asomándonos por encima de la tapia, como si lo hiciéramos a un jardín de «Las mil y una noches» o del «Decamerón», donde las mujeres reían, cantaban o tomaban mate mientras esperaban a visitantes que nosotros nunca veíamos. Después me iba a jugar a la pelota a un campito o a la cancha del club Alberdi, que estaba a dos trancos, o al patio de la Iglesia, después de la doctrina; a estudiar para gustar a la señorita Devalle, o a charlar con Carlitos Robledo, que me pasaba revistas de mitología griega, y que tenía una hermana muy bonita. Fue por entonces, cuando las hormonas habían empezado a revolucionarse, que conocí a la hija de un camionero vecino, María B., de la que aún recuerdo el aroma lácteo de su piel. Con esa disposición de ánimo y sintiéndome «hombre», un día decidí explorar el centro y cruzar la pasarela, avanzar por el Bulevar Roca y, tras hacer un alto en el puloil del cine Roca, casi como una osadía, llegar al cine Avenida, en las cinco esquinas, para ver «Robinson Crusoe». Y así fue cómo, al igual que Viernes, salí del fondo del Alberdi para conocer la ciudad que llaman Río Cuarto, pero cuyo verdadero nombre suena a Urumpta.

jueves, 3 de noviembre de 2016

EL CONTRATO POÉTICO


Entre el pueblo y el poeta existe un pacto natural tácito. A tenor de las cualidades que la tradición atribuye al poeta, el pueblo le cede parte de su soberanía sobre la imaginación para que viaje a esos territorios del alma, por diversas razones, inaccesibles para él, pero que debe conocer. A cambio por el cumplimiento de esta misión, el poeta recibe veneración, sustento y protección porque el pueblo entiende que este es su trabajo en la comunidad.
Durante muchos siglos este pacto se cumplió más o menos sin sobresaltos. Sin embargo, cuando el pueblo se desinteresó por el conocimiento de la condición humana, los poetas se refugiaron en sectas, olvidaron su cometido y practicaron la poesía como un pasatiempo. El oficio y la poesía se corrompieron.
La razón práctica se impuso sobre la imaginación y, olvidado el cometido original del poeta y de la poesía, surgió una floreciente industria poética. Gracias a una llamativa inflación de poetas titulados, las agencias de turismo diseñaron y programaron viajes líricos al corazón, que incluían paradas fotográficas en lugares exóticos, playas, montañas, monumentos a caídos por la patria e incluso en barrios sórdidos u oficinas de desempleados, y tiendas on line iniciaron la venta de poemas a la carta y de tonos y semi tonos líricos para teléfonos, y hasta se han abierto tiendas de poemas con servicio a domicilio [deliveris], para el consumo en fiestas, orgías, primeras citas o cenas en casa, etc.
El éxito ha sido tal que la producción tradicional de poemas -románticos, eróticos, épicos, etc.- ha dado lugar a géneros nuevos -ecológicos, de género, climáticos, animalísticos, antisuicidas, antinarcóticos, etc.- que atienden a las circunstancias del consumidor, lo cual ha animado a los empresarios a ganar parcelas de mercado en detrimento de otros productos, como pizzas, lomitos o hamburguesas.
Los poetas que aún conservan el mandato popular, sienten como un peso insoportable la soberanía de la imaginación, pues no les sirve para escapar del silencio en el que cayeron al final de sus numerosos viajes. Ya no sólo ven inútiles  sus atributos, sino que además, aquellos que aún leen poesía y desean conocer las visiones que están más allá, les es negada la retribución que les corresponde. El pacto natural y tácito entre el pueblo y el poeta se ha roto.

Del Cuaderno de notas de Manuel T.

lunes, 31 de octubre de 2016

EDGAR DEGAS, "La violación"


Esta "pintura de género", como llamaba Degas a este cuadro originalmente llamado "Interior", es una de las escenas más dramáticas recreadas por el pintor. 
"[...] Degas ha organizado esta escena íntima en un espacio asfixiante de tonalidades rojizas, en el que ha dispuesto en diagonal la cama, la alfombra sobre el suelo y hasta la mirada del hombre sobre la mujer.
Si bien esta perspectiva se inscribe dentro de lo "clásico", Degas sostiene toda la composición desde la luz que emana de la lámpara, y sobre cuya proyección se organizan los elementos de la pintura, dividiendo la tela en dos zonas diferenciadas, Así, la joven está en la zona más iluminada, mientras que el hombre está casi en penumbras; las tonalidades rojizas -suelo, reflejos del fuego en el espejo- contribuyen a la carga de dramática emotividad y violencia que contiene la escena".
Fragmento de Degás (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".

EDGAR DEGAS, "Las planchadoras"


Del mismo modo que Degas se aproxima al mundo de las bailarinas lo hace al de las planchadoras, uno de los oficios de servicio que ha popularizado la sociedad industrial. En este cuadro,todo el ambiente está dominado por los tonos azules con notas blancas, verdes, rosas y marrones con los que Degas reproduce el ambiente húmedo y caldeado por la estufa con la que se seca la ropa que cuelga al fondo, y el vapor de las planchas.
Con una composición en diagonal Degas ha dispuesto a dos planchadoras. La mujer pelirroja y con un pañuelo ocre sobre la blusa del primer plano bosteza y se despereza, cogiéndose el cuello con una mano, mientras que con la otra sujeta una botella, que tanto puede ser de agua, como de vino. A su lado, la otra mujer se afana -con dos manos sobre la plancha y su cuerpo echado hacia adelante- en alisar las arrugas. Entre ambas, un pequeño recipiente de agua, que utilizan para asperjar las ropas, sirve como complemento de equilibrio compositivo de una escena concentrada en un juego de tensión y distensión jugado por dos personajes que encarnan aquí el esfuerzo y el trabajo de las clases populares en el contexto de la vida moderna urbana.
[...] No obstante la crudeza con que el pintor se aproxima a esta realidad social, el dibujo de los rostros y brazos de las planchadoras y las pinceladas sueltas del resto, la delicadeza de los colores empleados y la armonía entre los tonos, tienen a atenuar el impacto y desplazar la idea de belleza del modelo a la pintura misma. [...] Las líneas verticales del fondo y la diagonal que marca la mesa de trabajo apoyan la contundencia de las mujeres, en las que Degas subraya magistralmente la verticalidad de sus cuerpos en una simbiosis que busca, y consigue, acentuar el carácter realista que domina la escena.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".

EDGAR DEGAS, "Mademoiselle Lala en el circo Fernando"


Según Degas, la belleza y la realidad han de conformar plásticamente una unidad natural, para que la mirada del artista trascienda las apariencias de lo cotidiano. Esta concepción estética le permitió hacer de este cuadro una obra original y conmovedora.
Degas, fascinado por la estructura arquitectónica del circo Fernando y por el espectáculo de Lala, una mulata de poderosa dentadura, cuyo número principal consistía en morder una cadena atada a un cañón que era disparado. Sin embargo, Degas prefirió pintarla en otro espectáculo en el que se hacía izar hasta el techo asida a una cuerda con los dientes.
Esta extraordinaria demostración de fuerza es la que buscó reflejar y, prescindiendo del público y del colorido entorno circense, dejando sólo las líneas y molduras de vigas y ventanas de la cúpula, retrata a Lala durante su elevación.
El cuerpo tenso y suspendido de la artista visto desde abajo y sin referencias del suelo ofrece al espectador un impresionante escorzo.
Los colores claros del vestido y las zapatillas establecen un vigoroso juego cromático con los rojos de las paredes y los verdes de las vigas. Pocas veces en un cuadro coinciden con tanta plenitud la lucha física de su protagonista y la lucha del pintor con los colores; pocas veces una composición tan calculada se funde tan completamente con lo que de eterno tiene la fugacidad; pocas veces un artista ha sido capaz de fragmentar y capturar el continuun del movimiento y determinar con él la sustancia de la realidad en el cuadro.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".

EDGAR DEGAS, "La estrella"


Esta obra, pintada con distintas tonalidades al pastel, se considera una de las más bellas de la serie que el pintor dedicó a las bailarinas.
El espectador está situado tácitamente en un palco del proscenio, por lo que su punto de vista hacia la bailarina es en picaso y oblicuo. El encuadre asimétrico "selecciona" a la joven que baila sola en el centro del escenario, cuyo borde no se ve, situándola compositivamente desplazada a la derecha y dejando un espacio vacío entre ella y el espectador.
La sabia disposiicón que crea Degas establece dos planos completamente diferentes unidos por la figura de la bailarina y la pose que ejecuta; el vacío del escenario que aisla la figura y el fondo, abigarrado de formas en tonos cálidos. Detrás, las otras bailarinas parecen descansar, mientras un hombre la observa. El vínculo entre la bailarina y el caballero se deduce de un detalle tan sutil como significativo: la cinta que la muchacha lleva al cuello y que ondula en el aire en dirección al hombre es del mismo color del traje que él viste.
{...] El pintor presenta a la bailarina tras ejecutar, correctamente, un arabesco, según se infiere del adelantamiento de la pierna de apoyo, la posición del tronco, la inclinación de la cabeza, la extensión de los brazos y la otra pierna, que permanece oculta por la perspectiva, pero que se supone alzada para mantener el tembloroso equilibrio [...].
Asimismo, la vaporización lumínica del tutú contribuye a reforzar la impresión de fugacidad del movimiento [...]. A esta impresión tampoco es ajena la diagonalidad compositiva, que confiere a la figura una latente inestabilidad de movimiento capturado, pero no detenido.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".

EDGAR DEGAS, "En el café / El ajenjo"


Esta es una de las obras más populares y significativas de Degas por la agudeza con que su mirrada descubre el rostro de la alienación social en la vida moderna.
En este lienzo, el pintor contó con la colaboración de la actriz Ellen Andrée y de su amigo, el crítico de arte Marcellin Desboutin para recrear el interior del café La Nouvelle Athènes, donde, desde 1870, se reunían poetas y pintores impresionistas.
La degustación de la fée verte -"hada verde"-, como se le llamaba al ajenjo en la jerga popular, se convierte en un ritual que supone la aceptación de la autodestrucción. En este sentido, Degas no pinta aquí a dos seres embriagados, sino que retrata el proceso de la lenta y solitaria absorción de la bebida, de la cual ambos esperan la curación de su malestar existencial.
[...] La naturalidad de la escena es fruto de una muy meditada organización del espacio, estructurado en zig zag a partir de un enfoque fotográfico y de la doble perspectiva del arte japonés. Situado por Degas a la izquierda, el espectador, como si fuese un cliente sentado que está fuera del cuadro, tiene una visión desde arriba de las mesas y frontal de los personajes, de modo que la múltiple perspectiva da una original tensión a la escena.
[...] No obstante la proximidad de los personajes, el ensimismamiento mórbido de ambos, no permite saber si tienen algún tipo de relación o simplemente son dos parroquianos a quienes han reunido el desamparo y el alcohol. Sin embargo, están juntos, pues como el hombre acapara casi toda la mesa, ella ocupa un mínimo de la misma y ha debido poner la jarra de agua en la mesa contigua que nadie ocupa. Ella tiene tiene los hombros y los brazos caídos, sus piernas separadas y su pie izquierdo rozando el del hombre. En esta magistral composición, Degas desplaza a los personajes a la derecha dejando espacios vacíos y seccionando la mano y la pipa del hombre, para crear una sensación de desequilibrio que se corresponde [...] a la idea de desamparo y desorientación de los personajes, como sugieren sus sombras reflejadas en el espejo. [...]
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".