Carlos Morales del Coso. Fb. 21 de septiembre de 2021.
CANAL DE POESÍA DE A.T.
El acto de crear todo lo cambia. (Sílabas de arena)
martes, 21 de septiembre de 2021
SOBRE "EN LA NOCHE YERMA"
"En la noche yerma", de Antonio Tello, es un libro que el tiempo no tardará en convertir en un poemario capital. En él, el argentino despliega, como si fuera la primera vez que eso se hace, una mirada profética sobre el mundo, que paraliza y silencia a quien la percibe, como si después de su lectura poco o nada nuevo se pudiera ya decir. El mejor de sus libros, sin duda alguna, y uno de los mejores publicados en los últimos cinco años.
sábado, 6 de junio de 2020
LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD
Al parecer fueron Platón y Aristóteles los primeros en
reflexionar sobre la noción de libertad
y desde entonces los filósofos no han dejado de hacerlo dejando tras sí dos
concepciones fundamentales. Una de ellas entiende la libertad como un derecho natural del ser humano y la otra
como una forma de no dominación, de
acuerdo con la cual una comunidad puede regirse sin interferencias de otras
comunidades y en cuyo seno los individuos obran acordes con leyes propias.
La primera es la que sustenta la tradición liberal,
que al interpretar la libertad como un derecho natural del individuo sostiene
que no cabe poner interferencias a su voluntad, de modo que las leyes deben favorecer
tal voluntad. Por su parte, la libertad de cuño republicano parte de la idea de
no dominación de unos individuos sobre otros, lo que viene a significar que la
libertad individual no existe en sí misma sino como expresión de la libertad
colectiva considerada como un todo.
Ahora bien, desde la Revolución industrial del siglo
XVIII, cuyos correlatos políticos fueron las Revoluciones estadounidense y
francesa, acabó imponiéndose la concepción liberal como sostén ideológico del
capitalismo. Por este camino se adoptaron principios del darwinismo social que
acepta las desigualdades sociales o el racismo para justificar el expansionismo,
primero colonial y luego imperialista. Es así que, en el contexto contemporáneo
dominado por la corriente liberal, la libertad política se plantea a partir de
la espacialidad determinada por el desarrollo económico y la hegemonía cultural
y política de una clase o de un Estado en detrimento de las virtudes cívicas y
de la justicia, las cuales son convertidas en mecanismos para incrementar los
beneficios de las grandes corporaciones o de los llamados “mercados”. Este
vaciamiento de las virtudes ciudadanas –amor al semejante, a la patria, respeto
a las leyes- está orientado a crear un
sistema de prácticas morales más adecuado a la moderna sociedad mercantil. Desde
esta perspectiva se observa cómo los derechos individuales, entre ellos los de
expresión u opinión, se degradan progresivamente minusvalorando otras virtudes,
como la prudencia, la responsabilidad, el respeto al otro.
Si a mediados del siglo pasado, la sociedad de control
–concepto acuñado por Michel Foucault- se valía para los propósitos del poder
de los medios de comunicación de masas utilizando lo que los filósofos de la
Escuela de Frankfurt llamaban “razón instrumental”, piedra angular de lo que
acabaría por llamarse “pos verdad”, entrado el siglo XXI, sumó a sus
herramientas instrumentales a millones de individuos, especialmente a través de
las redes sociales, que creen estar haciéndose oír y valer sus “derechos
naturales”.
En este marco de alienación individual, desorden
social, banalización del saber y desconocimiento del valor de la comunidad como
grupo humano, la razón y el pensamiento reflexivo han perdido terreno frente al
subjetivismo, la relatividad y, especialmente, la ignorancia. Sobre estos
pilares, las “percepciones” se anteponen a las experiencias científicas y a las
evidencias biológicas y geográficas. Desde tales “percepciones” se niegan la
degradación del clima y de los ecosistemas naturales, e incluso la esfericidad
de la Tierra o se afirma que los sexos del ser humano son “construcciones
culturales”.
Cualquiera, sin más saber que el procedente de su
“percepción”, opina, poniéndose por encima o a la altura de los
especialistas, sobre cualquier materia o
asunto, sean éstos de física cuántica,
medicina, fútbol, y hasta sobre la lengua que hablamos procurando “nuevos
lenguajes” que enuncien y representen las particularidades y las realidades
percibidas. Así, sin pudor, rigor ni responsabilidad, opiniones que no deberían
trascender los límites de una charla privada o discusión de bar son elevadas a
la categoría pública provocando réplicas dañinas que, al mismo tiempo que
degradan los derechos individuales, corrompen la libertad y socavan los
cimientos éticos de nuestra civilización también, en casos como el de la
pandemia del Covi19, ponen en peligro la vida de millones de personas.
Por todo esto es fundamental que la persona libre
desarrolle su lucidez y su inteligencia crítica y se haga preguntas simples,
propias de una mente libre, capaces de apartar de su pensamiento la
charlatanería de los irresponsables; preguntas que la rescaten de las sombras y
devuelvan la comunidad a la luz.
[Artículo publicado en El Corredor Mediterráneo del 15/04/2020]
martes, 26 de mayo de 2020
LA GUERRA INVISIBLE
a Pablo
La
voz del chico recorrió el espacio, pero no llegó a los oídos del hombre que,
sentado en la arena, abrazado a sus piernas, miraba absorto la quietud
horizontal del mar. El chico volvió a gritar pero antes de que la voz llegara
al hombre la misma brisa que venía del Mediterráneo y movía de un lado a otro
las páginas del libro que el hombre tenía a su lado disolvía los sonidos del
mismo modo que disuelve los puñados de arena arrojados al aire. De pronto, la
brisa pareció detenerse un instante y el hombre y el chico ocuparon un lugar
más real en la playa.
—¡Eh,
abuelo! ¿Qué haces? –preguntó el chico llegando junto al hombre, con la voz
entrecortada por la carrera.
—Nada
–respondió el hombre.
De
cerca no era tan viejo como podría suponerse.
Al
parecer aquél era un tiempo en que las generaciones se sucedían con mayor
rapidez que en éste.
—¿Dormías
o acaso mirabas el mar?
—Soñaba
–contestó él.
El
chico buscó con sus ojos los del hombre, pero éstos siguieron sumidos en el
oleaje sumergido de los sueños y las miradas no se encontraron allí.
—¿Y
era lindo el sueño? –quiso saber el chico.
—Este
mar es tan tranquilo, tan dulce...
—Bueno,
a veces sí y a veces no –comentó el niño–. Claro que tú conoces el océano,
¿verdad, abuelo?
El
hombre arrugó su rostro en una mueca indescriptible y abrió las rodillas para
que el chico se metiera entre sus piernas. Éste se acurrucó y ambos enfrentaron
el mar, cuyo oleaje se estiraba perezosamente por la arena para luego volver a
su impasibilidad de siglos.
—Sí.
Es inmenso y violento, digo el océano, y sus olas, cuando llegan a la playa, son
tan grandes y poderosas que, si te descuidas, te arrojan a la arena y después
te arrastran mar adentro.
—¿Y
tú te viniste porque el océano es malo?
Antes
de responder el hombre acarició el pelo de su nieto, quien había vuelto su
rostro hacia él para que la pregunta no se confundiera con el rumor de la
marea.
—No,
no fue por el océano, sino por la guerra.
—Nunca
me contaste nada de esa guerra, abuelo.
A
la hora del ocaso el Mediterráneo se torna gris y un tenue vapor asciende
buscando cobijo en la bruma. Es como si la líquida inmensidad, ante la noche
próxima, sintiera un repentino pudor y quisiera evitar a los ojos humanos la
visión de los innúmeros sueños y naufragios que habitan sus profundidades.
—Fue
una guerra miserable, como todas las guerras. Pero además fue extraña, porque
nadie la vio o dijo verla de verdad.
—¿Quieres
decir que nunca viste los cañones, ni los tanques, ni los misiles...?
—Sí,
eso quiero decir.
Una
gaviota los sobrevoló por unos instantes y después continuó su vuelo por encima
de las dunas. La brisa se hizo fresca y el chico creyó percibir un ligero
temblor en el cuerpo de su abuelo. También su nombre pronunciado a la
distancia.
—Entonces
fue una guerra invisible, ¿eh, abuelo?
—Fue
una guerra extraña –repitió–. Durante el día la gente andaba por las calles
como si nada pasara, aunque procuraba llegar temprano a casa y no hablar con el
vecino. Nadie mencionaba la guerra, nadie sabía qué estaba sucediendo, salvo
que por la noche se oían los estruendos de las bombas y el chillido
desagradable de las sirenas y que por las mañanas comprobábamos que alguien
faltaba. Pero de algún modo el miedo se complicaba con el silencio y nadie
hablaba.
—¿Tampoco
veían los aviones?
—No.
Ya te digo, fue una guerra muy extraña, tanto que al Gobierno se le ocurrió
pensar que el enemigo se escondía entre los textos y mandó a los soldados que
rastrillaran la ciudad e incinerasen todos los libros que hallaran.
—Fue
cuando te dio miedo y te viniste.
La
cola de la marea lamió los pies del hombre y éste los encogió. La vasta
superficie del Mediterráneo había desaparecido envuelta en una niebla gris,
pesada, nocturnal. En la playa ya no se oían risa ni grito algunos y las ondas
de la última llamada materna hacía mucho rato que se habían disuelto en el vacío.
Sólo el ladrido de un perro adelantándose a su dueño cruzaba por ese instante.
—No
fue exactamente así –contestó el hombre incorporándose–. Un día, cómo
decírtelo, mi existencia quedó en suspenso, indecisa, entre el fuego y la imprenta,
y el hombre que había empezado la obra temió por sus papeles. Así fue como nos metió en una maleta y, al
cabo de un tiempo, una mañana de sol, nos continuó frente a este mar, que ahora
miramos pensando en el otro.
—Pero
yo nací aquí –advirtió el chico.
En
ese instante la marea avanzó sobre la playa con un estrépito de páginas y
sucedió la noche.
El
hombre, que hasta entonces, abstraído, soñaba mirando el mar, recogió el libro
y se marchó.
domingo, 22 de julio de 2018
EL VIAJE DE OUMAR*
Dos hombres y un niño cayeron al mar.
Oumar les vio alzar sus brazos y luego hundirse en la oscuridad. Decenas de
ojos vieron lo mismo que él y, como luciérnagas desorientadas, se buscaron
entre sí en un inútil gesto de mutua protección. Las estrellas son ventanas por
donde las almas alcanzan el Paraíso, le había dicho su padre. Pero si en esos
momentos Oumar hubiera podido pensar, habría pensado que Alá las había puesto
demasiado lejos para los bambara. Tan
lejos como, ahora, cuando la mandíbula de una ola se rompía encima de la barca
dejándoles un regusto a sal y sed, se hallaba él de la ciudad de las promesas.
Hacia el amanecer, las corvas del agua
se estiraban perezosas y una mujer acallaba con su pecho el llanto de su hijo.
Durante unos minutos, la débil succión del niño pareció adormecerse con el
sonido de la proa abriendo el agua. Ante el mar aplacado por el sol, Oumar
cerró los ojos y bajo los párpados no vio diferencia entre ese día y un día de
verano en la aldea. Pero él sabía que las escamas de luz del río no eran
iguales a las especulaciones del mar.
Con dificultad libró su cuerpo de los
otros cuerpos que lo rodeaban y se puso en pie. La brisa caliente le secó el
sudor de la piel y el reflejo le impidió ver más allá de esa frontera tras la
cual las aguas parecían caer a un abismo que él sabía inexistente y aun así lo
llenaba de temor. Trató de humedecer sus labios agrietados y sólo consiguió que
la sal los incendiara. De pie, desde su estatura, Oumar contempló con un
sentimiento fraternal la apretada masa humana de la que era parte y cuyo
corazón parecía latir al unísono con el suyo. Como peces capturados, se dijo.
Resistir al mar y llegar a cualquier playa situada en el antepecho de alguna
ciudad. Entrar en ella, recorrer sus calles y entregarse a los dioses de la
prosperidad era la meta. La suya, como hijo primogénito, era mandar dinero para
el sustento familiar.
El mar se mecía oscuro e indiferente a
la violencia de la luz del mediodía. El continuo zigzag de los cardúmenes; la
aparición de peces voladores que exhibían su habilidad y volvían a sumergirse,
y de delfines que se acercaban al barco como esperando que los hombres jugaran
con ellos eran pequeñas pulsiones de la naturaleza del mar. Nadie, sin embargo,
prestaba atención a ese espectáculo. El aire reverberaba y la sed provocaba en
los navegantes un hormigueo de espejismos. Todos parecían entregados a sus
propias visiones, cuando dos tripulantes armados salieron a la cubierta y
decenas de manos se alzaron hacia ellos pidiéndoles agua. También Oumar levantó
su mano esperando su jarro, pero el
hombre que iba a dárselo se detuvo ante la mujer que, como ausente, intentaba
meter su pezón en la boca del hijo. El hombre le gritó. El niño hacía horas que
estaba muerto o casi muerto y el hombre, insultándola, se lo arrancó de los
brazos y lo arrojó al mar. Ella sólo abrió la boca sin emitir ni el más leve
sonido. Sus ojos secos interrogaron al hombre y luego miraron hacia el pequeño
bulto que, por un momento flotó sobre las aguas y luego, tras un ligero vaivén,
empezó a hundirse seguido por un torbellino de minúsculas luces plateadas. Casi
enseguida, otro cadáver fue lanzado por la borda y durante un rato, mientras
bebía cuatro escasos tragos de agua, Oumar lo vio quedarse atrás como asido a
la estela de la embarcación.
Todos sintieron un gran alivio cuando el
viento cambió y empezó a llegarles con intermitencias la fina llovizna que
provocaba la proa al chocar de frente con las olas. Oumar, sin embargo, cuidó
de que esa lluvia no le mojara los labios que otros, para su mal, lamían con
desesperación. Se quitó la camiseta para cubrirse la cabeza y la espalda, y se
sentó encajado entre dos hombres. No le importó esa forzada inmovilidad. Creía
que mientras menos se moviera más probabilidades tenía de llegar y se durmió o
creyó dormirse pensando en su familia. Oumar vio a su padre, un viejo griot, narrando y cantando, acompañado
de la kora, las viejas historias de
su nación, a su madre, a su mujer y a sus hijos cultivando maíz en las tierras
magras de la aldea. Se preguntó si resistirían hasta que él empezase a
enviarles ayuda. Los hombres del barco le habían dicho que llegarían en un día,
pero él ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaban en el mar. Alá no
podía abandonarlo. Había gastado hasta el último céntimo para alcanzar la
ciudad de las promesas.
Era ya de noche cuando despertó. La piel
le ardía como si el sol aún la estuviera lacerando. La mujer que había perdido
a su hijo no se había movido de su lugar y. mirando un punto, acaso un lugar,
que no estaba en la embarcación, acariciaba con ternura las cabezas de los dos
hombres que mamaban de sus pechos. De pronto el barco aminoró la marcha. Oumar
se puso de pie con esfuerzo y miró por la borda. A lo lejos creyó ver luces que
aparecían y desaparecían detrás de las olas. Pararon las máquinas y el barco
fue deteniéndose poco a poco. En el silencio que se hizo oyeron el motor de una
lancha que se acercaba velozmente. Oumar pensó que los habían descubierto. Un
murmullo de ansiedad recorrió la embarcación en el momento en que los
tripulantes armados se asomaron a la cubierta flanqueando al patrón. Lo que
dijo fue brutal. Se alzaron algunas voces. Ese no era el trato. Pero el patrón
y sus hombres, ignorando las protestas, subieron a la lancha recién llegada y
los abandonaron.
Oumar no se desespera. Sólo se dice que
Alá no permitirá que los malvados se salgan con la suya. Pero Oumar sabe, por
lo que ha vivido en su tierra, que, aunque su fe en Alá sea grande, la justicia
es ciega y no puede ver dónde se esconden los malvados. Oumar sabe que si ellos
no hacen algo, morirán. Pero qué hacer cuando están sin combustible, al pairo y
a la deriva. Sólo cabe esperar que un barco o los guardacostas los encuentren.
Y esperan.
Si la primera noche vio como hermanos a
esos hombres y mujeres hacinados, ahora, en la desesperanza, los ve y se ve
como peces atrapados en una red. Agotado por el balanceo, cierra los ojos, deja
que su cabeza se venza sobre el pecho y de pie trata de dormir. Mientras espera
el sueño recuerda el día en que su padre lo llevó por primera vez a pescar con
los adultos y le enseñó a lanzar la red al río y luego a arrastrarla a la
orilla cargada de peces. Decenas de reflejos plateados boqueando y dando
coletazos mientras los hombres los echan a cestos de juncos. De pronto recuerda
a su tío llegando a la casa con una bolsa donde trae la mano que le habían
cortado los tuaregs. El recuerdo aún
huele a sangre y carne en descomposición y trata de alejarlo imaginando a su
mujer y a sus hijos. Se esfuerza en verlos, pero en la oscuridad sólo los oye
respirar.
* Este cuento pertenece al libro "Voces del fuego" (inédito)
martes, 14 de noviembre de 2017
A 100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
A cien años de la Revolución de Octubre ¿Se acabaron las revoluciones? ¿Por qué el hombre
de hoy no siente el impulso de rebelarse contra el poder? ¿Realmente ha perdido
toda esperanza? ¿De dónde nace su indiferencia y se somete resignado a lo que
el poder económico llama “leyes del mercado”? ¿Es posible una revolución como
aquella que hace cien años sacudió el poder burgués e hizo temblar los
cimientos del capitalismo?
Al cumplirse cien años de la Revolución de Octubre que avivó la mayor confrontación ideológica vivida por la humanidad situando al proletariado en el epicentro de la historia, todo parece olvidado y las banderas de la solidaridad y la fraternidad se deshilachan en desvanes junto a las herramientas obsoletas de viejos oficios.
La Revolución estadounidense de 1776 -mal llamada
Revolución americana- abrió la era de las emancipaciones coloniales bajo la
bandera del libre comercio, precediendo a la Revolución francesa de 1789, que, bajo
el mismo ideario, liquidó el Antiguo Régimen consolidando la democracia
parlamentaria burguesa sobre los pilares de los tres poderes. Sin embargo, a
pesar del lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y de la Declaración de los
Derechos del Hombre, éste no era el centro del propósito revolucionario sino
los territorios considerados como enclaves comerciales para dar salida a la
vasta producción generada por la Revolución industrial. En otras palabras, las
guerras de emancipación -entre ellas las hispano-americanas- no fueron libradas
por la libertad de los ciudadanos que habitaban los territorios colonizados sino por la libertad de comercio en contra del
monopolio mercantil que ejercían las metrópolis coloniales. Fueron estas
confrontaciones las primeras guerras de ocupación y control del capitalismo,
que derivaron a principios del siglo XX en la Primera Guerra Mundial cuando las
nuevas potencias entraron en colisión para disputarse el lebensraum -espacio vital-, concepto formulado por el geógrafo
alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX y que fundamentaría las
políticas expansionistas germanas de Otto von Bismarck y Adolf Hitler.
Pronto, en este estadio del desarrollo capitalista a
escala internacional liderado por unas pocas potencias, las burguesías locales
reaccionaron generando conflictos que a la vez que tendían a liquidar los
restos de los antiguos imperios y reinos -algunos de los cuales, como el Reino
Unido, supieron reconvertirse en “monarquías constitucionales”- oponían sus
revoluciones nacionales Para las
burguesías domésticas se trataba de organizar sus propios espacios de mercadeo
eliminando las múltiples y pequeñas competencias que suponían las entidades
regionales. La alianza del universalismo ideológico con los particularismos
nacionales, sublimados por el romanticismo novocentista, dio como resultado el
Estado-nación cristiano, el cual nunca pudo neutralizar del todo sus tensiones
internas.
El estallido de la Revolución de Octubre de 1917, en
el fragor de la Primera Guerra Mundial, supuso la intervención de las masas campesinas
y obreras que se abanderaron detrás de su propia condición de clase
trascendiendo los ideales del patriotismo burgués capitalista que sólo los
tenía como carne de cañón para sus disputas territoriales. Esto viene a
explicar en parte el pacto Ribbentrop-Mólotov y luego la alianza de la URSS con
Occidente, que determinó la caída del Tercer Reich.
El estatuto imperial de Yalta abocó a los Estados de
todo el planeta a que durante más de cuarenta años se vieran obligados a
alinearse con alguno de los dos bloques ideológicos que hegemonizaban las
relaciones internacionales, lo cual suponía una fuerte presión para la
soberanía y la identidad de los Estado-nación. Debido a esta presión surge el
Movimiento de No Alineados como un esfuerzo testimonial de numerosos pueblos de
contar con una identidad propia en el contexto mundial, al mismo tiempo que las
grandes potencias alentaban las “guerras de liberación nacional” dentro de las
zonas “amparadas” por el bloque adversario.
Como parte de una soberbia campaña propagandística, el
capitalismo occidental impulsó el Estado de bienestar e inició un efectivo
proceso de desactivación del espíritu de lucha de la clase trabajadora para el
que se valió de numerosas herramientas, desde la inducción al consumo compulsivo
hasta el uso de recursos propagandísticos en los que se priorizaban los
objetivos sobre los medios, sin reparar en los límites éticos; medios que los
filósofos de la Escuela de Frankfurt convinieron en llamar “razón instrumental”.
Asimismo, al final de la Segunda Guerra Mundial, en el
seno de la ONU se constituyó la OIT (Organización Internacional del Trabajo)
que institucionalizó el sindicalismo como pieza fundamental de las relaciones
sociales, económicas y políticas. Sin embargo, en el contexto de la Guerra
Fría, en los países del Este el sindicalismo fue absorbido por el aparato del
Estado comunista y en Occidente se propició su fragmentación ideológica y política
que debilitó el movimiento en la misma medida que aumentaban el compromiso y la
colaboración sindicales con el desarrollo industrial presidido por el
capitalismo, de modo que en las primeras décadas del siglo XXI, las
organizaciones obreras no sólo aparecen muy lejos de la consigna que abogaba
por la unidad y la solidaridad entre los proletarios del mundo, sino que
funcionan como pieza burocrática del sistema y, por tanto, resultan incapaces
de liderar la lucha de los trabajadores contra el capitalismo neoliberal que
amenaza con barrer todas las conquistas sociales que conforman el Estado de
bienestar.
Tras las caídas del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS
en 1991, el capitalismo, ya sin oponente ideológico, aceleró lo que se
definiría como “nuevo orden mundial” cuyo pilar fundamental es la economía
globalizada, al mismo tiempo que las macro unidades político-administrativas se
desintegraban al ritmo de las reacciones nacionalistas. El estallido de estas
minorías, justificado por razones étnicas, religiosas, económicas o por mero
temor a perder su identidad nacional ha dado pábulo a cruentas confrontaciones
armadas y espeluznantes matanzas o a meras teatralizaciones (como la reciente
declaración “en suspenso” de la República de Catalunya) que buscan solapar las
miserias de sus oligarquías dirigentes y que, en cualquier caso, favorecen al
poder económico mundial en su propósito de debilitar al Estado-nación a través
de las entidades que marcan las estrategias político-económicas (FMI, Banco
Mundial, GATT, OCDE, etc.) orientadas al trasvase de la actividad económica y
de gran parte de los servicios públicos al sector privado, dominado por las
grandes compañías multinacionales.
En este sentido, el Estado-nación desde los años
ochenta ha venido siendo aligerado de patrimonio y responsabilidades reduciendo
su papel al de gestor local de los intereses económicos multinacionales y,
sobre todo, al de agente legitimador de dichos intereses mediante leyes
promovidas por una clase política dominada por la tecnocracia economicista
alejada de los genuinos intereses políticos y, sobre todo, insensible a las
necesidades y el bienestar de la ciudadanía.
Ésta, por su parte, ha ido perdiendo progresivamente
su capacidad de respuesta y, en tanto clase trabajadora, su espíritu de lucha.
El capitalismo no sólo controla la economía, la política y el aparato represivo
del Estado, sino también la cultura. A través de los medios de comunicación,
los ideólogos del capitalismo han creado una realidad falsa y, manipulando la
opinión pública, han anulado o adormecido el sentido crítico y las capacidades
creativas del individuo, convirtiéndolo en lo que Marcuse llamó “el hombre
unidimensional”.
Para el sociólogo francés Émile Durkheim, el hombre de
la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la
anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que
constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista,
es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo
emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes
leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado
en el infierno y cree que para él ya no hay revolución posible. En estos días
en que se conmemora el centenario de la Revolución de Octubre de 1917, vaya
como patético ejemplo la movilización y huelga convocada por sindicatos
catalanes no para luchar contra los avances del poder sobre los derechos de los
trabajadores escandalosamente conculcados o por un cambio de sistema a fin a
sus intereses de clase, sino para apoyar a la oligarquía local en la ilusoria
creencia de que basta con una república presidida por ella para solucionar todos
sus males. ¿Significa esto que ya no hay revolución posible? Es de esperar que
no, pues de ser así la civilización misma estaría condenada a su fin y la clase
obrera nunca irá al paraíso.
jueves, 10 de noviembre de 2016
PRÓCERES ANÓNIMOS
En 2001, el periódico La Ribera me solicitó un artículo para su edición conmemorativa del 215º aniversario de la fundación de Río Cuarto. Ahora, al celebrarse el 230º aniversario de la fundación de Río Cuarto publico nuevamente aquel escrito, pues conviene recordar que las ciudades nos las crean y desarrollan sólo los consagrados al mármol, sino también aquellos ciudadanos anónimos que con su esfuerzo y civilidad son capaces de levantar sus casas, trazar las calles y hacer de la solidaridad un culto a la buena vecindad, fundamentos sobre los que se asientan las grandes urbes.
Nota publicada en el periódico "La Ribera" en noviembre de 2001 |
DESDE EL FONDO DEL ALBERDI
Por Antonio Tello
Río Cuarto. Siempre me he
preguntado cómo es que esta ciudad mantiene este nombre de
naturaleza ordinal. Siempre me he preguntado cómo ha superado esta
denominación que tiene más de inventario geográfico que de
topónimo.
Siempre me he dicho que Río
Cuarto debería haber recuperado el nombre original del territorio y
llamarse Urumpta. Pronunciamos Urumpta y es como un latido del
interior de la tierra. Sí, Urumpta. Tal vez por esto, porque suena a
antiguo retumbo, es que la ciudad late en mi memoria. Aún con el
nombre de Río Cuarto. Aún en medio de la pampa, donde según Borges
un punto es igual a otro, reconozco en Río Cuarto ese punto nuclear;
ese lugar equidistante entre el trópico y el polo, entre la
cordillera y el mar. El corazón.
A Río Cuarto llegué con mi
familia hacia 1956 o 57. Habíamos salido de mi Villa Dolores natal
y pasado por Piedra Blanca-Merlo y el Cerro Áspero, una mina de
tungsteno próxima a Santa Rosa de Calamuchita. Aquí, gracias a mi
padre, viví uno de esos momentos en los que un niño puede sentirse
el señor del Universo.
Mi padre, que era el encargado
de la usina del campamento, solía llevarme con él de vez cuando,
para que lo viera arrancar los «caterpillar» y poner en
funcionamiento las dinamos que generaban la electricidad. Yo
contemplaba siempre asombrado cómo aquellos inmensos motores se
ponían en funcionamiento y después cómo él se acercaba a un largo
tablero lleno de relojes y palanquitas, bajaba una de éstas y la luz
se hacía. En una ocasión comprobé que, cuando él bajaba «la
palanquita de la luz», detrás del tablero se producía una sucesión
de relámpagos y una breve centella se hundía en la tierra. Fue algo
asombroso, pero todavía faltaba algo mayor. Un atardecer, después
de encender los motores, mi padre se acercó al tablero y,
volviéndose hacia mí, me dijo: «venga hijo ¿quiere hacerlo?». El
corazón me dio un golpe. Mientras, él acercó un banquito al
tablero y me hizo subir para que alcanzara la palanca. «Bájela, no
tenga miedo». Lo tenía, pero la bajé y entonces vi como un milagro
encenderse las luces del campamento. Todos tenemos en la vida un
instante crucial que nos marca y nos perfila para siempre y creo que
el mío fue aquel en que encendí la luz del campamento del Cerro
Áspero. Poco tiempo después, las luces empezaron a apagarse y,
antes de que lo hiciera la última, mis padres me enviaron a mí y a
Luis, mi hermano, a Río Cuarto, a casa de unos amigos. Los Becerra.
Los Becerra vivían en el
Alberdi, en la calle Liniers. Don Andrés y doña María tenían un
hijo llamado Atilio, a quien mandaban a estudiar acordeón con
Eugenio Robinet y que después acompañó a «Pepito Pomponio Tondo y
su gran orquesta» a darle alegría al cuerpo por los pueblos del
entorno. De doña María recuerdo sus guisos de hígado con harina y
de don Andrés su asombrosa facultad para calcular mentalmente
cualquier operación aritmética no sabiendo leer ni escribir. Ya por
entonces me preguntaba cómo hacía ese hombre para imaginar los
números y conocer las secretas reglas del cálculo. Claro que ahora
también me pregunto cómo pensaban los seres humanos antes del
número cero, que los mayas recién inventaron en el siglo IV y los
hindúes doscientos años más tarde. También me pregunto cómo los
hititas podían pensar en el mañana si su idioma carecía de tiempo
futuro. En fin, que fui a parar a la escuela Nicolás Avellaneda para
acabar el primario y viví con los Becerra hasta que llegaron mis
padres con el resto de los hermanos.
Mi padre
compró entonces un terreno al fondo del Alberdi, casi donde acababa
la Vicente López, en ese sector donde la ciudad se confundía con
los médanos y, no sin esfuerzo, levantamos la primera casa que
tuvimos, en el pasaje Sánchez de Loria. Era pequeña, humilde y con
un hermoso aromo en el patio, que mi madre, doña Pabla, no tardó en
llenar de plantas y flores, como haría con los patios de sus
posteriores casas. Por supuesto, las calles del fondo del Alberdi no
estaban asfaltadas, no había luz, teléfono, ni agua corriente. Aquí
Río Cuarto estaba sin hacer. Mi padre era uno de esos tipos que
creían en el futuro y esa palabra estaba asociada a otra
fundamental: progreso. Lo digo, porque a las ciudades no las hacen
sólo patricios y próceres que figuran en los anales, sino también
muchos individuos como él, sin aspiraciones al bronce, que nutren el
paisaje humano con ilusiones y un empeño a prueba de sudores. Lo
primero que hizo mi padre, don Humberto, fue una prospección para el
agua y localizar las mejores napas freáticas para colocar una bomba,
de la que después empezaron a sacar agua potable algunos vecinos
próximos. Después se impuso la luz y, como la gente no quería
pagar el tendido eléctrico, él mismo lo sufragó con sus escasos
ingresos y tuvimos luz. El siguiente paso fue el teléfono, cuyo
número me parece que es el mismo que mantiene todavía mi madre.
También en Villa Dolores había sido uno de los primeros en tener
teléfono y hasta recuerdo que, en nuestra céntrica casa de la calle
Hormaeche 58, teníamos el número 49.
En aquel
territorio fronterizo, a dos o tres calles de donde nos habíamos
instalado, había una casa prohibida y como tal me atraía
poderosamente. Hacia ella veía pasar cada tarde coquetas mujeres de
cruda belleza. ¡Qué hermosas eran las putas de la Gorda Fiorda! Al
pasar nos miraban con condescendiente picardía y nos saludaban con
un guiño de rimmel y colorete, para bronca de mi madre. Con mi
hermano Luis y otros chicos del barrio nos íbamos de vez en cuando a
espiar la casa, asomándonos por encima de la tapia, como si lo
hiciéramos a un jardín de «Las mil y una noches» o del
«Decamerón», donde las mujeres reían, cantaban o tomaban mate
mientras esperaban a visitantes que nosotros nunca veíamos. Después
me iba a jugar a la pelota a un campito o a la cancha del club
Alberdi, que estaba a dos trancos, o al patio de la Iglesia, después
de la doctrina; a estudiar para gustar a la señorita Devalle, o a
charlar con Carlitos Robledo, que me pasaba revistas de mitología
griega, y que tenía una hermana muy bonita. Fue por entonces, cuando
las hormonas habían empezado a revolucionarse, que conocí a la hija
de un camionero vecino, María B., de la que aún recuerdo el aroma
lácteo de su piel. Con esa disposición de ánimo y sintiéndome
«hombre», un día decidí explorar el centro y cruzar la pasarela,
avanzar por el Bulevar Roca y, tras hacer un alto en el puloil
del cine Roca, casi como una osadía, llegar al cine Avenida, en las
cinco esquinas, para ver «Robinson Crusoe». Y así fue cómo, al
igual que Viernes, salí del fondo del Alberdi para conocer la ciudad
que llaman Río Cuarto, pero cuyo verdadero nombre suena a Urumpta.
jueves, 3 de noviembre de 2016
EL CONTRATO POÉTICO
Entre
el pueblo y el poeta existe un pacto natural tácito. A tenor de las
cualidades que la tradición atribuye al poeta, el pueblo le cede
parte de su soberanía sobre la imaginación para que viaje a esos
territorios del alma, por diversas razones, inaccesibles para él,
pero que debe conocer. A cambio por el cumplimiento de esta misión,
el poeta recibe veneración, sustento y protección porque el pueblo
entiende que este es su trabajo en la comunidad.
Durante muchos siglos este
pacto se cumplió más o menos sin sobresaltos. Sin embargo, cuando
el pueblo se desinteresó por el conocimiento de la condición
humana, los poetas se refugiaron en sectas, olvidaron su cometido y
practicaron la poesía como un pasatiempo. El oficio y la poesía se
corrompieron.
La razón práctica se impuso
sobre la imaginación y, olvidado el cometido original del poeta y de
la poesía, surgió una floreciente industria poética. Gracias a una
llamativa inflación de poetas titulados, las agencias de turismo
diseñaron y programaron viajes líricos al corazón, que incluían
paradas fotográficas en lugares exóticos, playas, montañas,
monumentos a caídos por la patria e incluso en barrios sórdidos u
oficinas de desempleados, y tiendas on
line iniciaron la
venta de poemas a la carta y de tonos y semi tonos líricos para teléfonos, y hasta se han abierto tiendas de poemas con servicio a domicilio [deliveris], para el consumo en fiestas, orgías, primeras citas o cenas en casa, etc.
El éxito ha sido tal que la producción tradicional de poemas -románticos, eróticos, épicos, etc.- ha dado lugar a géneros nuevos -ecológicos, de género, climáticos, animalísticos, antisuicidas, antinarcóticos, etc.- que atienden a las circunstancias del consumidor, lo cual ha animado a los empresarios a ganar parcelas de mercado en detrimento de otros productos, como pizzas, lomitos o hamburguesas.
El éxito ha sido tal que la producción tradicional de poemas -románticos, eróticos, épicos, etc.- ha dado lugar a géneros nuevos -ecológicos, de género, climáticos, animalísticos, antisuicidas, antinarcóticos, etc.- que atienden a las circunstancias del consumidor, lo cual ha animado a los empresarios a ganar parcelas de mercado en detrimento de otros productos, como pizzas, lomitos o hamburguesas.
Los poetas que aún conservan
el mandato popular, sienten como un peso insoportable la soberanía
de la imaginación, pues no les sirve para escapar del silencio en el
que cayeron al final de sus numerosos viajes. Ya no sólo ven inútiles sus atributos, sino que además, aquellos que aún leen poesía y desean
conocer las visiones que están más allá, les es negada la retribución
que les corresponde. El pacto natural y tácito entre el pueblo y el
poeta se ha roto.
Del Cuaderno de notas de Manuel T.
lunes, 31 de octubre de 2016
EDGAR DEGAS, "La violación"
Esta "pintura de género", como llamaba Degas a este cuadro originalmente llamado "Interior", es una de las escenas más dramáticas recreadas por el pintor.
"[...] Degas ha organizado esta escena íntima en un espacio asfixiante de tonalidades rojizas, en el que ha dispuesto en diagonal la cama, la alfombra sobre el suelo y hasta la mirada del hombre sobre la mujer.
Si bien esta perspectiva se inscribe dentro de lo "clásico", Degas sostiene toda la composición desde la luz que emana de la lámpara, y sobre cuya proyección se organizan los elementos de la pintura, dividiendo la tela en dos zonas diferenciadas, Así, la joven está en la zona más iluminada, mientras que el hombre está casi en penumbras; las tonalidades rojizas -suelo, reflejos del fuego en el espejo- contribuyen a la carga de dramática emotividad y violencia que contiene la escena".
"[...] Degas ha organizado esta escena íntima en un espacio asfixiante de tonalidades rojizas, en el que ha dispuesto en diagonal la cama, la alfombra sobre el suelo y hasta la mirada del hombre sobre la mujer.
Si bien esta perspectiva se inscribe dentro de lo "clásico", Degas sostiene toda la composición desde la luz que emana de la lámpara, y sobre cuya proyección se organizan los elementos de la pintura, dividiendo la tela en dos zonas diferenciadas, Así, la joven está en la zona más iluminada, mientras que el hombre está casi en penumbras; las tonalidades rojizas -suelo, reflejos del fuego en el espejo- contribuyen a la carga de dramática emotividad y violencia que contiene la escena".
Fragmento de Degás (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
EDGAR DEGAS, "Las planchadoras"
Del mismo modo que Degas se aproxima al mundo de las bailarinas lo hace al de las planchadoras, uno de los oficios de servicio que ha popularizado la sociedad industrial. En este cuadro,todo el ambiente está dominado por los tonos azules con notas blancas, verdes, rosas y marrones con los que Degas reproduce el ambiente húmedo y caldeado por la estufa con la que se seca la ropa que cuelga al fondo, y el vapor de las planchas.
Con una composición en diagonal Degas ha dispuesto a dos planchadoras. La mujer pelirroja y con un pañuelo ocre sobre la blusa del primer plano bosteza y se despereza, cogiéndose el cuello con una mano, mientras que con la otra sujeta una botella, que tanto puede ser de agua, como de vino. A su lado, la otra mujer se afana -con dos manos sobre la plancha y su cuerpo echado hacia adelante- en alisar las arrugas. Entre ambas, un pequeño recipiente de agua, que utilizan para asperjar las ropas, sirve como complemento de equilibrio compositivo de una escena concentrada en un juego de tensión y distensión jugado por dos personajes que encarnan aquí el esfuerzo y el trabajo de las clases populares en el contexto de la vida moderna urbana.
[...] No obstante la crudeza con que el pintor se aproxima a esta realidad social, el dibujo de los rostros y brazos de las planchadoras y las pinceladas sueltas del resto, la delicadeza de los colores empleados y la armonía entre los tonos, tienen a atenuar el impacto y desplazar la idea de belleza del modelo a la pintura misma. [...] Las líneas verticales del fondo y la diagonal que marca la mesa de trabajo apoyan la contundencia de las mujeres, en las que Degas subraya magistralmente la verticalidad de sus cuerpos en una simbiosis que busca, y consigue, acentuar el carácter realista que domina la escena.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
Con una composición en diagonal Degas ha dispuesto a dos planchadoras. La mujer pelirroja y con un pañuelo ocre sobre la blusa del primer plano bosteza y se despereza, cogiéndose el cuello con una mano, mientras que con la otra sujeta una botella, que tanto puede ser de agua, como de vino. A su lado, la otra mujer se afana -con dos manos sobre la plancha y su cuerpo echado hacia adelante- en alisar las arrugas. Entre ambas, un pequeño recipiente de agua, que utilizan para asperjar las ropas, sirve como complemento de equilibrio compositivo de una escena concentrada en un juego de tensión y distensión jugado por dos personajes que encarnan aquí el esfuerzo y el trabajo de las clases populares en el contexto de la vida moderna urbana.
[...] No obstante la crudeza con que el pintor se aproxima a esta realidad social, el dibujo de los rostros y brazos de las planchadoras y las pinceladas sueltas del resto, la delicadeza de los colores empleados y la armonía entre los tonos, tienen a atenuar el impacto y desplazar la idea de belleza del modelo a la pintura misma. [...] Las líneas verticales del fondo y la diagonal que marca la mesa de trabajo apoyan la contundencia de las mujeres, en las que Degas subraya magistralmente la verticalidad de sus cuerpos en una simbiosis que busca, y consigue, acentuar el carácter realista que domina la escena.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
EDGAR DEGAS, "Mademoiselle Lala en el circo Fernando"
Según Degas, la belleza y la realidad han de conformar plásticamente una unidad natural, para que la mirada del artista trascienda las apariencias de lo cotidiano. Esta concepción estética le permitió hacer de este cuadro una obra original y conmovedora.
Degas, fascinado por la estructura arquitectónica del circo Fernando y por el espectáculo de Lala, una mulata de poderosa dentadura, cuyo número principal consistía en morder una cadena atada a un cañón que era disparado. Sin embargo, Degas prefirió pintarla en otro espectáculo en el que se hacía izar hasta el techo asida a una cuerda con los dientes.
Esta extraordinaria demostración de fuerza es la que buscó reflejar y, prescindiendo del público y del colorido entorno circense, dejando sólo las líneas y molduras de vigas y ventanas de la cúpula, retrata a Lala durante su elevación.
El cuerpo tenso y suspendido de la artista visto desde abajo y sin referencias del suelo ofrece al espectador un impresionante escorzo.
Los colores claros del vestido y las zapatillas establecen un vigoroso juego cromático con los rojos de las paredes y los verdes de las vigas. Pocas veces en un cuadro coinciden con tanta plenitud la lucha física de su protagonista y la lucha del pintor con los colores; pocas veces una composición tan calculada se funde tan completamente con lo que de eterno tiene la fugacidad; pocas veces un artista ha sido capaz de fragmentar y capturar el continuun del movimiento y determinar con él la sustancia de la realidad en el cuadro.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
Degas, fascinado por la estructura arquitectónica del circo Fernando y por el espectáculo de Lala, una mulata de poderosa dentadura, cuyo número principal consistía en morder una cadena atada a un cañón que era disparado. Sin embargo, Degas prefirió pintarla en otro espectáculo en el que se hacía izar hasta el techo asida a una cuerda con los dientes.
Esta extraordinaria demostración de fuerza es la que buscó reflejar y, prescindiendo del público y del colorido entorno circense, dejando sólo las líneas y molduras de vigas y ventanas de la cúpula, retrata a Lala durante su elevación.
El cuerpo tenso y suspendido de la artista visto desde abajo y sin referencias del suelo ofrece al espectador un impresionante escorzo.
Los colores claros del vestido y las zapatillas establecen un vigoroso juego cromático con los rojos de las paredes y los verdes de las vigas. Pocas veces en un cuadro coinciden con tanta plenitud la lucha física de su protagonista y la lucha del pintor con los colores; pocas veces una composición tan calculada se funde tan completamente con lo que de eterno tiene la fugacidad; pocas veces un artista ha sido capaz de fragmentar y capturar el continuun del movimiento y determinar con él la sustancia de la realidad en el cuadro.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
EDGAR DEGAS, "La estrella"
Esta obra, pintada con distintas tonalidades al pastel, se considera una de las más bellas de la serie que el pintor dedicó a las bailarinas.
El espectador está situado tácitamente en un palco del proscenio, por lo que su punto de vista hacia la bailarina es en picaso y oblicuo. El encuadre asimétrico "selecciona" a la joven que baila sola en el centro del escenario, cuyo borde no se ve, situándola compositivamente desplazada a la derecha y dejando un espacio vacío entre ella y el espectador.
La sabia disposiicón que crea Degas establece dos planos completamente diferentes unidos por la figura de la bailarina y la pose que ejecuta; el vacío del escenario que aisla la figura y el fondo, abigarrado de formas en tonos cálidos. Detrás, las otras bailarinas parecen descansar, mientras un hombre la observa. El vínculo entre la bailarina y el caballero se deduce de un detalle tan sutil como significativo: la cinta que la muchacha lleva al cuello y que ondula en el aire en dirección al hombre es del mismo color del traje que él viste.
{...] El pintor presenta a la bailarina tras ejecutar, correctamente, un arabesco, según se infiere del adelantamiento de la pierna de apoyo, la posición del tronco, la inclinación de la cabeza, la extensión de los brazos y la otra pierna, que permanece oculta por la perspectiva, pero que se supone alzada para mantener el tembloroso equilibrio [...].
Asimismo, la vaporización lumínica del tutú contribuye a reforzar la impresión de fugacidad del movimiento [...]. A esta impresión tampoco es ajena la diagonalidad compositiva, que confiere a la figura una latente inestabilidad de movimiento capturado, pero no detenido.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
El espectador está situado tácitamente en un palco del proscenio, por lo que su punto de vista hacia la bailarina es en picaso y oblicuo. El encuadre asimétrico "selecciona" a la joven que baila sola en el centro del escenario, cuyo borde no se ve, situándola compositivamente desplazada a la derecha y dejando un espacio vacío entre ella y el espectador.
La sabia disposiicón que crea Degas establece dos planos completamente diferentes unidos por la figura de la bailarina y la pose que ejecuta; el vacío del escenario que aisla la figura y el fondo, abigarrado de formas en tonos cálidos. Detrás, las otras bailarinas parecen descansar, mientras un hombre la observa. El vínculo entre la bailarina y el caballero se deduce de un detalle tan sutil como significativo: la cinta que la muchacha lleva al cuello y que ondula en el aire en dirección al hombre es del mismo color del traje que él viste.
{...] El pintor presenta a la bailarina tras ejecutar, correctamente, un arabesco, según se infiere del adelantamiento de la pierna de apoyo, la posición del tronco, la inclinación de la cabeza, la extensión de los brazos y la otra pierna, que permanece oculta por la perspectiva, pero que se supone alzada para mantener el tembloroso equilibrio [...].
Asimismo, la vaporización lumínica del tutú contribuye a reforzar la impresión de fugacidad del movimiento [...]. A esta impresión tampoco es ajena la diagonalidad compositiva, que confiere a la figura una latente inestabilidad de movimiento capturado, pero no detenido.
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
EDGAR DEGAS, "En el café / El ajenjo"
Esta es una de las obras más populares y significativas de Degas por la agudeza con que su mirrada descubre el rostro de la alienación social en la vida moderna.
En este lienzo, el pintor contó con la colaboración de la actriz Ellen Andrée y de su amigo, el crítico de arte Marcellin Desboutin para recrear el interior del café La Nouvelle Athènes, donde, desde 1870, se reunían poetas y pintores impresionistas.
La degustación de la fée verte -"hada verde"-, como se le llamaba al ajenjo en la jerga popular, se convierte en un ritual que supone la aceptación de la autodestrucción. En este sentido, Degas no pinta aquí a dos seres embriagados, sino que retrata el proceso de la lenta y solitaria absorción de la bebida, de la cual ambos esperan la curación de su malestar existencial.
[...] La naturalidad de la escena es fruto de una muy meditada organización del espacio, estructurado en zig zag a partir de un enfoque fotográfico y de la doble perspectiva del arte japonés. Situado por Degas a la izquierda, el espectador, como si fuese un cliente sentado que está fuera del cuadro, tiene una visión desde arriba de las mesas y frontal de los personajes, de modo que la múltiple perspectiva da una original tensión a la escena.
[...] No obstante la proximidad de los personajes, el ensimismamiento mórbido de ambos, no permite saber si tienen algún tipo de relación o simplemente son dos parroquianos a quienes han reunido el desamparo y el alcohol. Sin embargo, están juntos, pues como el hombre acapara casi toda la mesa, ella ocupa un mínimo de la misma y ha debido poner la jarra de agua en la mesa contigua que nadie ocupa. Ella tiene tiene los hombros y los brazos caídos, sus piernas separadas y su pie izquierdo rozando el del hombre. En esta magistral composición, Degas desplaza a los personajes a la derecha dejando espacios vacíos y seccionando la mano y la pipa del hombre, para crear una sensación de desequilibrio que se corresponde [...] a la idea de desamparo y desorientación de los personajes, como sugieren sus sombras reflejadas en el espejo. [...]
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
En este lienzo, el pintor contó con la colaboración de la actriz Ellen Andrée y de su amigo, el crítico de arte Marcellin Desboutin para recrear el interior del café La Nouvelle Athènes, donde, desde 1870, se reunían poetas y pintores impresionistas.
La degustación de la fée verte -"hada verde"-, como se le llamaba al ajenjo en la jerga popular, se convierte en un ritual que supone la aceptación de la autodestrucción. En este sentido, Degas no pinta aquí a dos seres embriagados, sino que retrata el proceso de la lenta y solitaria absorción de la bebida, de la cual ambos esperan la curación de su malestar existencial.
[...] La naturalidad de la escena es fruto de una muy meditada organización del espacio, estructurado en zig zag a partir de un enfoque fotográfico y de la doble perspectiva del arte japonés. Situado por Degas a la izquierda, el espectador, como si fuese un cliente sentado que está fuera del cuadro, tiene una visión desde arriba de las mesas y frontal de los personajes, de modo que la múltiple perspectiva da una original tensión a la escena.
[...] No obstante la proximidad de los personajes, el ensimismamiento mórbido de ambos, no permite saber si tienen algún tipo de relación o simplemente son dos parroquianos a quienes han reunido el desamparo y el alcohol. Sin embargo, están juntos, pues como el hombre acapara casi toda la mesa, ella ocupa un mínimo de la misma y ha debido poner la jarra de agua en la mesa contigua que nadie ocupa. Ella tiene tiene los hombros y los brazos caídos, sus piernas separadas y su pie izquierdo rozando el del hombre. En esta magistral composición, Degas desplaza a los personajes a la derecha dejando espacios vacíos y seccionando la mano y la pipa del hombre, para crear una sensación de desequilibrio que se corresponde [...] a la idea de desamparo y desorientación de los personajes, como sugieren sus sombras reflejadas en el espejo. [...]
Fragmento de "Degás" (Sol 90, 2008), de Antonio Tello, perteneciente a la colección "Grandes maestros de la pintura".
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