Primero fue mi brazo izquierdo. Un día amaneció adormecido de tristeza y se quedó en casa. Un brazo triste es inútil y más si es el izquierdo y uno es diestro. Así que, sin preocuparme demasiado, salí a la calle manco. Días después fue el brazo derecho el que se negó a seguirme por sobrecarga de trabajo, según dijo. Esto ya me fastidió un poco, porque rompió mi rutina y me obligó a dejar el tenis y a escribir al dictado cuidando de que la lengua no sufriera ningún percance ni se rebelara. Nada de esto sucedió, porque, ya se sabe, las lenguas, salvo las malas y las viperinas, son fieles a su palabra y mientras tengan saliva lo que les importa es hablar y saborear lo que sea. Incluso los alimentos. Pero, como me lo temía, el proceso de desvalimiento físico siguió su curso. Las piernas, hartas de hacer horas extras y ocupadas en labores para las que no estaban preparadas, a los cuatro días y antes de verse paralizadas, salieron corriendo y me abandonaron. Eso sí, tuvieron el detalle de dejar mi tronco en una silla de ruedas para que me desplazara, aunque esto no sirvió de mucho porque no había nadie para empujar. Como dicen que las desgracias no vienen solas, esperé que viniera alguna y lo hiciera. Fue en vano. No apareció ninguna desgracia física. De todos modos, no me desanimé. La situación era propicia para reflexionar sobre la naturaleza de la soledad y la inmovilidad. En esa actividad estaba cuando, al cabo de un tiempo cuya duración ignoro, me embargó una muy extraña sensación de vacío. Como si estuviera extraviado en algún lugar indefinido e indefinible. Entonces caí en la cuenta de que mi alma también se había marchado. «¡Bah, tranquilo, no necesito a nadie», le dije al muñón torácico que flotaba como una luna alrededor de la silla, «todavía me queda la lengua…».
Del Cuaderno de notas de Manuel T. - Ilustración Margó Venegas
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