martes, 14 de noviembre de 2017

A 100 AÑOS DE LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE

A cien años de la Revolución de Octubre ¿Se acabaron las revoluciones? ¿Por qué el hombre de hoy no siente el impulso de rebelarse contra el poder? ¿Realmente ha perdido toda esperanza? ¿De dónde nace su indiferencia y se somete resignado a lo que el poder económico llama “leyes del mercado”? ¿Es posible una revolución como aquella que hace cien años sacudió el poder burgués e hizo temblar los cimientos del capitalismo?



Al cumplirse cien años de la Revolución de Octubre que avivó la mayor confrontación ideológica vivida por la humanidad situando al proletariado en el epicentro de la historia, todo parece olvidado y las banderas de la solidaridad y la fraternidad se deshilachan en desvanes junto a las herramientas obsoletas de viejos oficios.
La Revolución estadounidense de 1776 -mal llamada Revolución americana- abrió la era de las emancipaciones coloniales bajo la bandera del libre comercio, precediendo a la Revolución francesa de 1789, que, bajo el mismo ideario, liquidó el Antiguo Régimen consolidando la democracia parlamentaria burguesa sobre los pilares de los tres poderes. Sin embargo, a pesar del lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y de la Declaración de los Derechos del Hombre, éste no era el centro del propósito revolucionario sino los territorios considerados como enclaves comerciales para dar salida a la vasta producción generada por la Revolución industrial. En otras palabras, las guerras de emancipación -entre ellas las hispano-americanas- no fueron libradas por la libertad de los ciudadanos que habitaban los territorios colonizados  sino por la libertad de comercio en contra del monopolio mercantil que ejercían las metrópolis coloniales. Fueron estas confrontaciones las primeras guerras de ocupación y control del capitalismo, que derivaron a principios del siglo XX en la Primera Guerra Mundial cuando las nuevas potencias entraron en colisión para disputarse el lebensraum -espacio vital-, concepto formulado por el geógrafo alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX y que fundamentaría las políticas expansionistas germanas de Otto von Bismarck y Adolf Hitler.
Pronto, en este estadio del desarrollo capitalista a escala internacional liderado por unas pocas potencias, las burguesías locales reaccionaron generando conflictos que a la vez que tendían a liquidar los restos de los antiguos imperios y reinos -algunos de los cuales, como el Reino Unido, supieron reconvertirse en “monarquías constitucionales”- oponían sus revoluciones nacionales  Para las burguesías domésticas se trataba de organizar sus propios espacios de mercadeo eliminando las múltiples y pequeñas competencias que suponían las entidades regionales. La alianza del universalismo ideológico con los particularismos nacionales, sublimados por el romanticismo novocentista, dio como resultado el Estado-nación cristiano, el cual nunca pudo neutralizar del todo sus tensiones internas.
El estallido de la Revolución de Octubre de 1917, en el fragor de la Primera Guerra Mundial, supuso la intervención de las masas campesinas y obreras que se abanderaron detrás de su propia condición de clase trascendiendo los ideales del patriotismo burgués capitalista que sólo los tenía como carne de cañón para sus disputas territoriales. Esto viene a explicar en parte el pacto Ribbentrop-Mólotov y luego la alianza de la URSS con Occidente, que determinó la caída del Tercer Reich.
El estatuto imperial de Yalta abocó a los Estados de todo el planeta a que durante más de cuarenta años se vieran obligados a alinearse con alguno de los dos bloques ideológicos que hegemonizaban las relaciones internacionales, lo cual suponía una fuerte presión para la soberanía y la identidad de los Estado-nación. Debido a esta presión surge el Movimiento de No Alineados como un esfuerzo testimonial de numerosos pueblos de contar con una identidad propia en el contexto mundial, al mismo tiempo que las grandes potencias alentaban las “guerras de liberación nacional” dentro de las zonas “amparadas” por el bloque adversario.
Como parte de una soberbia campaña propagandística, el capitalismo occidental impulsó el Estado de bienestar e inició un efectivo proceso de desactivación del espíritu de lucha de la clase trabajadora para el que se valió de numerosas herramientas, desde la inducción al consumo compulsivo hasta el uso de recursos propagandísticos en los que se priorizaban los objetivos sobre los medios, sin reparar en los límites éticos; medios que los filósofos de la Escuela de Frankfurt convinieron en llamar  “razón instrumental”.
Asimismo, al final de la Segunda Guerra Mundial, en el seno de la ONU se constituyó la OIT (Organización Internacional del Trabajo) que institucionalizó el sindicalismo como pieza fundamental de las relaciones sociales, económicas y políticas. Sin embargo, en el contexto de la Guerra Fría, en los países del Este el sindicalismo fue absorbido por el aparato del Estado comunista y en Occidente se propició su fragmentación ideológica y política que debilitó el movimiento en la misma medida que aumentaban el compromiso y la colaboración sindicales con el desarrollo industrial presidido por el capitalismo, de modo que en las primeras décadas del siglo XXI, las organizaciones obreras no sólo aparecen muy lejos de la consigna que abogaba por la unidad y la solidaridad entre los proletarios del mundo, sino que funcionan como pieza burocrática del sistema y, por tanto, resultan incapaces de liderar la lucha de los trabajadores contra el capitalismo neoliberal que amenaza con barrer todas las conquistas sociales que conforman el Estado de bienestar.
Tras las caídas del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS en 1991, el capitalismo, ya sin oponente ideológico, aceleró lo que se definiría como “nuevo orden mundial” cuyo pilar fundamental es la economía globalizada, al mismo tiempo que las macro unidades político-administrativas se desintegraban al ritmo de las reacciones nacionalistas. El estallido de estas minorías, justificado por razones étnicas, religiosas, económicas o por mero temor a perder su identidad nacional ha dado pábulo a cruentas confrontaciones armadas y espeluznantes matanzas o a meras teatralizaciones (como la reciente declaración “en suspenso” de la República de Catalunya) que buscan solapar las miserias de sus oligarquías dirigentes y que, en cualquier caso, favorecen al poder económico mundial en su propósito de debilitar al Estado-nación a través de las entidades que marcan las estrategias político-económicas (FMI, Banco Mundial, GATT, OCDE, etc.) orientadas al trasvase de la actividad económica y de gran parte de los servicios públicos al sector privado, dominado por las grandes compañías multinacionales.
En este sentido, el Estado-nación desde los años ochenta ha venido siendo aligerado de patrimonio y responsabilidades reduciendo su papel al de gestor local de los intereses económicos multinacionales y, sobre todo, al de agente legitimador de dichos intereses mediante leyes promovidas por una clase política dominada por la tecnocracia economicista alejada de los genuinos intereses políticos y, sobre todo, insensible a las necesidades y el bienestar de la ciudadanía.
Ésta, por su parte, ha ido perdiendo progresivamente su capacidad de respuesta y, en tanto clase trabajadora, su espíritu de lucha. El capitalismo no sólo controla la economía, la política y el aparato represivo del Estado, sino también la cultura. A través de los medios de comunicación, los ideólogos del capitalismo han creado una realidad falsa y, manipulando la opinión pública, han anulado o adormecido el sentido crítico y las capacidades creativas del individuo, convirtiéndolo en lo que Marcuse llamó “el hombre unidimensional”.
Para el sociólogo francés Émile Durkheim, el hombre de la sociedad de masas alienado por la división del trabajo se caracteriza por la anomia, el individualismo y la insolidaridad, Este “hombre unidimensional”, que constituye un elemento clave sobre el que se asienta la sociedad capitalista, es incapaz de pensar en una revolución que lo resitúe en la historia y lo emancipe del orden económico; es incapaz de rebelarse contra las inexistentes leyes del mercado, porque habiendo sido despojado de toda esperanza ha entrado en el infierno y cree que para él ya no hay revolución posible. En estos días en que se conmemora el centenario de la Revolución de Octubre de 1917, vaya como patético ejemplo la movilización y huelga convocada por sindicatos catalanes no para luchar contra los avances del poder sobre los derechos de los trabajadores escandalosamente conculcados o por un cambio de sistema a fin a sus intereses de clase, sino para apoyar a la oligarquía local en la ilusoria creencia de que basta con una república presidida por ella para solucionar todos sus males. ¿Significa esto que ya no hay revolución posible? Es de esperar que no, pues de ser así la civilización misma estaría condenada a su fin y la clase obrera nunca irá al paraíso.

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