La pasión, esa
carne líquida que corre por nuestras venas, nos hace uno; uno el cuerpo, una la palabra, uno el
silencio que nos electriza. Una la fuerza que nos abisma.
Quizás esta
convicción y la imposibilidad de hallarla en la mujer que creía amar llevaron
al joven H. a hacer lo que hizo. Eligió el más filoso de los cuchillos, lo lavó
cuidadosamente y lo acarició. El frío del acero y el recuerdo de la mujer lo
estremecieron. Había tomado la decisión.
Al día siguiente,
H. yacía en su cama en medio de un charco de sangre. En una mano tenía el
cuchillo y en la otra la expresión muerta de su pasión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario