lunes, 24 de agosto de 2015

SOBRE LA LECTURA

El grito, Edvar Munch
.Sobre la lectura
.La lectura sitúa al lector ante una puerta tras la cual él ignora qué hay tras ella y, con razón, teme cruzarla. El miedo a la libertad, como definió Erich Fröm, prevalece y prefiere renunciar a cruzar la puerta y volverse para engrosar sin resistencia la masa pasiva que hace de la fe o de la indiferencia su modo de supervivencia en un mundo que no comprende, pues la comprensión depende de una soberanía individual de la que él carece.  Por este motivo, pero también por carencia de voluntad o de capacidad del individuo, la lectura no puede plantearse como una obligación sagrada cuyo cumpliento nos hará mejores. Esta creencia es falsa en cuanto no es extraño comprobar que el conocimiento que puede deparar la lectura es utilizado por muchos como un medio de distinción y separación del otro. Ser leído no equivale a ser culto y mucho menos sabio. La lectura nos acerca al conocimiento y con ello al modo de librarnos de aquello que nos esclaviza, pero no necesariamente nos confiere sabiduría.
Quiero decir que toda lectura es, potencialmente, emancipadora en tanto puede llevar al lector a un territorio regido por su imaginación, en el que la libertad es posible. Cruzar la puerta entre una dimensión y otra de la realidad es asumir el peligro de la lectura. La suerte depende de la naturaleza del texto. Es decir, si su escritura ha sido liberada del argumento, el lector podrá encaminarse hacia la emancipación de su espíritu, pero si no lo ha sido, va camino de una trampa.
El argumento constituye el brete del que se vale el poder -ideológico, político, religioso o económico- para conducir al lector a una engañosa evasión que disimula su conversión en masificado agente del sistema que ordena y rige el mundo. Este lector-consumidor, subliminalmente instruido para servir al modelo cultural del opresor, es el que "lee por leer" amparándose en el derecho al entretenimiento -la evasión- o autoconvencido de que lee para crecer, para saber, ignorando que su espíritu sigue sujeto a los dogmas, prejuicios y tradiciones sancionados por el poder.
Pero aún así, la lectura no pierde su potencia transgresora, lo cual explica la permanente tensión entre ella y los diversos sistemas sociales que se han dado a lo largo de la historia desde el nacimiento de la escritura. Imaginemos en tierras de Sumeria, cuando hace seis mil años nacía la escritura y con ella el lector; imaginemos su temerosa emoción  al  leer esos esos signos recién salidos del útero contable que sólo representaban cifras. Una realidad numérica que, miles de años antes de que los sonidos articulados fueran parte de la escritura, el lector debía descifrar, leer correctamente, pues de la precisión de su lectura dependía su vida y la vida de la ciudad-estado a la cual pertenecía.
Desde aquel entonces, en los albores de la civilización, la lectura de los textos sagrados y de las crónicas victoriosas de reyes y emperadores se convirtió para el poder en un soberbio medio de conquista y sometimiento de pueblos y almas que contribuyó a la edificación de los grandes imperios y religiones y sus mitificaciones. Pero, la lectura parecía rebelarse contra el cometido represor que se le otorgaba y de tanto en tanto generaba fuertes sacudimientos que hacían temblar los reinos o al menos desviar el curso de los acontecimientos. La censura y quema de libros ordenada por los regímenes totalitarios se explica desde ese miedo cerval a los efectos de la lectura. Un miedo que se transforma en insoportable temor en las castas religiosas más extremas a perder su dominio sobre las almas. El poder religioso ha sabido siempre que las palabras contienen la vida y que hay una escritura y su lectura que pueden abrir caminos hacia esa verdad interdicta al hombre que él ha enmascarado con el mito de la Creación que guarda con fanático celo.
Durante siglos esa tensión de la lectura por sacar a la luz el misterio y liberar al hombre de las ataduras del mito se verificó en un mundo silencioso. Un mundo, apenas alterado por el entrechocar de las armas y los gritos de guerra en los campos de batalla, en el que el monopolio de la lectura parecía contener la peligrosidad de la misma latente extramuros del poder. Pero fue precisamente intramuros donde se crearon las condiciones que debilitaron el control de la lectura ejercido hasta entonces cuando en el siglo VIII, Carlomagno mandó sustituir la antigua caligrafía por otra más legible -la letra carolingia- a fin de ampliar la clase erudita y la comunicación entre los  viajeros y sabios europeos de ese tiempo. Cuatro siglos más tarde fue la facilidad del trazo de la letra gótica la que permitió escribir más libros en menos tiempo y, consecuentemente, aumentar el número de lectores.
El siguiente gran salto que abrió el camino a la democratización de la lectura se produjo en el siglo XV con la invención de la imprenta de tipos móviles. Para entonces, el silencio del mundo había empezado a ceder frente al ruido mercantil primero e industrial después, tras los cuales vendrían los ruidos urbanos y del hacinamiento de las masas proletarias, del transporte automotor y de los medios de comunicación. La arquitectura, apartándose de la silenciosa claridad de la línea clásica, también contribuyó a partir del siglo XVI al ruido ambiental con sus excesos ornamentales que ocultaban al exterior tanto el tenebrismo religioso como las miserias domésticas o morales existentes en el interior de los templos, palacios y mansiones. El ruido creaba la apariencia de un mundo idílico.
A principios del siglo XX, el lenguaje ya empezó a dar muestras de los efectos perniciosos del ruido cuando las hablas y las escrituras fueron ensordeciéndose con eufemismos y recursos sintácticos que ocultaban o deformaban una realidad en la que ya latían el horror de las matanzas mundiales, de los campos de concentración y exterminio nazis, de los gulags soviéticos, de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki y, entre otros, los terribles crímenes de las dictaduras africanas y latinoamericanas, y del terrorismo islamista.
Pero, frente a esta cultura del ruido se desarrolló también una cultura del silencio que se expresó en la música -Arnold Schönberg-, la arquitectura -Adolf Loos-, el arte plástico -Edvar Munch- y también en una escritura imaginativa, emancipada del argumento y la producción industrial que tiene su correlato en la lectura. Una lectura silenciosa que abre la puerta y los caminos caminos de la salvación del espíritu y la liberación del individuo  abstrayéndolo del farfullo del mundo.

 [Del Cuaderno de notas de Manuel T.]

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