domingo, 1 de julio de 2012

BORGES Y YO

En la vida de todo hombre siempre hay momentos, por más breves y fugaces que sean, que quedan en la memoria repitiéndose para siempre, como la escena de la película que se proyecta en la misteriosa isla de La invención de Morel, acaso la mejor novela de Bioy Casares. En mi caso, este momento ocurrió una tarde al final de la década de 1960, cuando Jorge Luis Borges visitó mi ciudad -Río Cuarto-, para dar una conferencia sobre el tango y la milonga, invitado por un devoto tanguero catalán llamado Juan Sansi. 
El conferenciante, por gorila, y el lugar de su exposición -el Centro Comercial e Industrial-, templo de la burguesía local, suscitaron el airado rechazo de los jóvenes revolucionarios. Mezclado con ellos, la tarde de la conferencia me situé en las escalinatas del Centro a esperar a Borges. Cuando éste, a tientas con su bastón, comenzó a subir los escalones entre juveniles abucheos llevado del brazo por el corpulento Juan Sansi, me separé del grupo y fui hacia él. Ignoro si Borges vio entonces la borrosa silueta del gesto o presintió el saludo. Sólo sé que estrechó fugazmente mi mano y que, como si se dirigiera a mí, dijo «Hay tanto ruido». Su frase circunstancial, que muy probablemente ni siquiera fue para mí, tuvo un profundo efecto sobre mi personalidad literaria, pues entendí que, a pesar del ruido, siempre puedes oír la voz de los maestros y dialogar con ellos.
La Fundación Internacional Jorge Luis Borges, que preside María Kodama, vuelve a editar Prisma y Proa, las dos revistas que fundaron Borges y sus amigos. Claudia M. Capel, directora de ambas publicaciones, tuvo la gentileza de invitarme a publicar una breve nota sobre las circunstancias que rodearon la publicación del primer libro de poemas de Borges, en 1923.
Proa nº 16 [para leer el texto pique sobre la imagen]