Ese día, en el equívoco trance entre el recuerdo y el sueño,
fue cuando empecé a reconocerme en los gestos de mi padre.
La brisa del incendio final, o su memoria, me trajo su rostro antiguo;
el argentino brillo de las alabardas hispanas asomadas
por la boca de la bestia que acezaba el furor del instante inevitable.
En la tormenta percibí el acero penetrando en el corazón del pájaro,
el azoramiento del paisaje con sus lagos volubles,
el estertor de la ciudad con su arquitectura sagrada. El desgarro del fuego.
Mientras el colibrí, irresistible y efímero, batía sus alas y el polvo secular gastaba los vértices de la Gran Pirámide, esperé en vano el auxilio de los dioses.
De Conjeturas acerca del tiempo, el amor y otras apariencias (Cartografías, 2009)